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sábado, octubre 12, 2024

Henry George, el economista olvidado

Por José Antonio Artusi (*)

Henry George escribió y publicó en 1879 su primer libro, “Progreso y miseria”. A pesar de no ser un autor conocido ni un acádemico, la obra se transformó en un éxito editorial pocas veces visto. Se vendieron millones de ejemplares y fue traducido a muchísimos idiomas. Se considera que llegó a ser en su tiempo una de las tres personas más famosas de Estados Unidos, junto a Mark Twain y Thomas Alva Edison. Sin embargo, tras su muerte la gravitación de las ideas de Henry George fue decayendo, y hoy es casi desconocido. ¿Por qué? El economista norteamericano Mason Gaffney adujo que Henry George defendió la justicia social y la eficiencia económica tan exitosamente que tenía que ser detenido y la economía neoclásica fue el instrumento. Al respecto, Héctor Raúl Sandler aporta la siguiente reflexión: “¿En qué consistió el radical cambio contenido en la ciencia económica neoliberal? Nada más ni nada menos que en una mutación del paradigma de este conocimiento científico. En términos de Thomas Kuhn cabría decir que se llevó a cabo una “revolución científica”. El cambio de paradigma consistió en la eliminación de la tríada trabajo-tierra-capital como factores de la producción y su sustitución por el binomio trabajo-capital. A partir de los “neoclásicos” con aire científico se sostiene el disparate de enseñar que los factores de producción no son tres, sino tan solo dos: el trabajo y el capital. Es increíble, pero el “lavado de cerebro” ha sido tan profundo que nadie –ni en la cúspide ni el llano– recuerda a la tierra como el básico factor de producción, a pesar que sin él no puede haber no solo economía sino ni siquiera la vida. Como es lógico, borrada la tierra del paradigma de la producción, desaparece de la ecuación económica lo que no es cosa sino valor: la renta económica del suelo. Este cambio altera por completo la ecuación necesaria para distribuir los “valores” producidos. El “valor” de la producción ha de ahora dividirse entre los “únicos” agentes que lo producen: trabajadores e inversores de capital. Esta eliminación fue de gravísimas consecuencias teóricas y prácticas. La ciencia económica clásica consideraba a la recaudación de la renta del suelo deber primordial del Estado de derecho, pues no solo constituye la base del tesoro público, sino que era el modo mediante el cual el gobierno asegura un acceso igualitario al suelo para todos los miembros de las sucesivas generaciones, dispuestos a ganarse el pan mediante el trabajo. El progreso económico –a la luz de la economía clásica– no debía verse frenado por la miseria de millones de hombres. La disponibilidad de tierra en un pie de igualdad, es para esta ciencia la condición material para la democracia y para el dictado de una legislación arreglada a derecho. Recaudar la renta del suelo elimina por principio la exacción mediante los impuestos, todos los cuales dada la nueva “formula” han de recaer sobre productores, inversores y consumidores”.

Justicia distributiva
Henry George postuló, tal como lo recuerda Eduardo Conesa, “la idea de un impuesto único sobre la renta pura o «no ganada» de la tierra. Dicha forma de imposición permitiría al Estado apropiarse de aquella parte de la renta bruta total debida a las condiciones naturales de fertilidad y localización, dejando exenta la parte obtenida como consecuencia de las mejoras realizadas por el propietario mediante el trabajo y la inversión de capital. Este impuesto, según George, sería además el único admisible para la financiación de los gastos gubernamentales y permitiría, según él, la eliminación de los demás tributos, lo cual constituiría un aliciente para el comercio y para la industria y un beneficio para los obreros, forzando a su vez a los terratenientes a mejorar su propiedad… Se trata de argumentos atribuibles principalmente a David Ricardo con el impuesto a la tierra libre de mejoras. En este trillado tema, la vieja escuela liberal clásica se cubrió de gloria delante de los estudiosos de la economía y las ciencias sociales y políticas. En efecto, el impuesto a la tierra libre de mejoras puede ser la base de un sistema impositivo destinado a liberar las energías sociales, promover la eficiencia y el crecimiento, sin distorsionar la asignación de los recursos, y por sobre todo ello, tendiente a la materializar un ideal de justicia distributiva. El mismo David Ricardo decía… “un impuesto sobre la renta de la tierra no afectaría solamente a esta; recaería totalmente sobre los propietarios y no podría transferirse a los consumidores. El propietario no podría subir la renta porque dejaría inalterada la diferencia entre el producto obtenido en el terreno menos productivo y el cosechado entre los demás.” Mucho después, el Premio Nobel de Economía Milton Friedman declaró que el impuesto al valor de la tierra libre de mejoras era el “menos malo”, reconociendo el valor y la vigencia de aquella vieja idea de Henry George.

(*) Arquitecto Especialista en Planificación Urbano Territorial, integra la Cátedra de Planificación Urbanística de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCU. Diputado Provincial (UCR) 2007-2011 y 2015-2019.

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