Sergio A. Rossi
Leemos en La Nación algo que parece una nota a una vieja chismosa y conventillera de barrio «norte», que se queja y se indigna por los modales y la indiferencia de una de sus vecinas. Una señora que se presenta como republicana y antipopulista, aunque nos queden dudas de qué significados asigne a esas palabras, y que seguramente adscribe al lugar común que llaman meritocracia.
Una meritocracia que se autopercibe anglosajona y de ética protestante, pero que discurre en ámbito hispano y tercermundista. Aquel calvinismo individualista solía invocar el esfuerzo personal, renegar de la nobleza y el mérito de los ancestros, y despreciar la herencia, consagrando más tarde al self made man, y a veces woman. El rastacuerismo acomplejado de nuestro mediopelaje de hemisferio sur, por el contrario, anhela la herencia material y se emboba ante apellidos ilustres; se desvive por poseer en la sangre algunas gotas de nombres de calle.
No conocemos de este nuevo personaje semanal sus méritos que vayan más allá del número y ubicación de la unidad de propiedad horizontal en la que habita. Tampoco nos apabulla mucho el apellido del que ostenta la nota, aunque -como sinceros republicanos- no creemos que la infamia de los ancestros condene, irredimible, a la progenie, que para esos males ya los griegos contaron las desventuras de los Atridas hace milenios.
Manuel de Tezanos Pinto fue un comerciante español crecido en el Plata, casado en Jujuy y diputado unitario por aquella provincia en el Congreso rivadaviano. Fue parte de aquel grupo de diputados que, en aquella Convención y sin mandato, proclamaron a don Bernardino como presidente de un estado que no existía, cosa que el porteño aprovechó para conceder las minas de Famatina en La Rioja, y campos en Entre Ríos, negocios que había pergeñado con socios ingleses como enviado de Buenos Aires unos años antes. Y también endosar a todos, claro, el malhadado préstamo de la Baring Brothers.
Tezanos Pinto fue el encargado, al lanzarse aquella aventura presidencial, de viajar a Santiago del Estero para imponerle la Constitución Unitaria al gobernador Felipe Ibarra.
A fines de enero de 1827, como aquellos viejos unitarios de que se burlaba hasta Sarmiento, un Don Manuel recién llegado y vestido a la usanza europea, de oscuros galera, frac y levita, cruzó la plaza bajo el sol generoso del mediodía y fue a encarar al gobernador, que lo hizo esperar un rato hasta que lo recibió a la sombra, en camiseta y descalzo, con las patas en una palangana, como para aliviarse del calorón reinante. Tras leer aquella Constitución unitaria y elitista, Ibarra le devolvió con desdén “el librito” y lo intimó a abandonar el territorio de la provincia en doce horas.
Para Tezanos Pinto y el núcleo unitario, Ibarra fue un bárbaro injurioso y descortés, falto de refinamiento y desubicado. Para algún historiador del siglo pasado, el bárbaro y desubicado era Tezanos Pinto, al pretender llevar un absurdo ultimátum que desató la guerra civil, y disfrazado de aquella manera extravagante y esnobista, desconocedor de la cultura, las instituciones y el clima del lugar.
¿A quién se le podía ocurrir vestirse así en un mediodía de verano en Santiago del Estero?