Por David Bueno
Desde el origen de la humanidad, hemos avanzado mucho. La esperanza de vida es actualmente muy superior a la de cualquier otra época de la historia; nuestro cerebro encuentra multitud de estímulos con los que ocuparse, incluido un sistema educativo rico y complejo (aunque, como cualquier otro aspecto de la vida, criticable y mejorable); el sistema sanitario nos ayuda a superar muchos contratiempos de salud que en otras épocas hubiesen sido fatales, y un largo etcétera de otras posibilidades y comodidades.
Sin embargo, algo no termina de funcionar bien. A pesar de todos estos avances, indiscutiblemente muy provechosos, el número de personas que dicen estar insatisfechas con su vida, que se sienten desanimadas y tristes, e incluso los casos de depresión y de otros trastornos que afectan a la vida mental, no sólo son alarmantemente altos, sino que, además, según todas las encuestas, van en aumento.
Sin duda hay muchos aspectos implicados, desde el estrés, incluyendo un entorno donde la sobreestimulación es casi constante y donde a menudo hay un exceso de expectativas, hasta una sociedad demasiado ocupada. Estos son algunos, entre otros muchos factores, pero hay uno que a menudo no se considera, y del que quiero hablar en este post: el “efecto tribu”.
¿Cómo se vivía en el paleolítico?
Nuestro cerebro, como órgano biológico, se ha ido generando lenta y progresivamente a través de procesos evolutivos, desde nuestros ancestros primates y homínidos, de hace varios millones de años, hasta los humanos actuales, que surgimos hace tan sólo 200.000 años. Durante casi todo este tiempo hemos vivido como cazadores y recolectores. Y este ha sido el entorno de selección natural que ha favorecido que se mantengan determinados cambios genéticos azarosos que han propiciado que se haya ido formando el cerebro que tenemos.
El neolítico, el primer gran salto cultural de la humanidad, surgió hace tan sólo 8.000 años, y a pesar de que nos hemos adaptado este nuevo estilo de vida, por aprendizaje, nuestro cerebro sigue moviéndose de forma instintiva en los parámetros de una sociedad paleolítica de cazadores y recolectores. Somos capaces de aprender un montón de cosas nuevas, sin lugar a dudas, podemos adaptarnos a innumerables cambios, pero siempre sobre la base de la plasticidad neuronal de un cerebro que se forjó en el paleolítico. Lo mismo podemos decir con respecto a la revolución industrial, de hace 300 años, o la digital, tan sólo 30 años. Por consiguiente, para entender mejor cómo somos ahora, debemos preguntarnos también cómo se vivía en el paleolítico. Todos los grupos humanos de cazadores y recolectores que se han estudiado durante el último siglo siguen unas pautas similares, que nos permiten extrapolar hasta cierto punto cómo debía ser la vida de nuestros ancestros.
Sin dejar a nadie atrás
Se movían mucho, para conseguir alimento suficiente para toda la tribu, que era la estructura básica de organización social. Pero se desplazaban muy lentamente, para poder ir recolectando comida. Ahora, en cambio, nos movemos muy poco y, cuando lo hacemos, solemos ir de prisa, lo que “contradice” los parámetros básicos de funcionamiento del cerebro. Nos adaptamos por aprendizaje, por supuesto, a condición de incrementar el nivel de estrés. Con esto no digo que se viviese mejor en el paleolítico. Creo que ahora se vive mucho mejor en general, pero analizar este componente primigenio de nuestro cerebro debería ayudarnos a disfrutar más de las comodidades y progresos de que disponemos.
Hay otro aspecto de la vida paleolítica que forzaba ese desplazamiento lento y que tiene implicaciones todavía más profundas. Me gusta llamarlo el “efecto tribu”. Iban despacio no sólo para ver todas las posibles fuentes de alimento, sino también porque se desplazaban todos juntos, desde los más ancianos hasta los bebés. Y al mismo tiempo que se desplazaban, los más pequeños iban aprendiendo de los jóvenes y los adultos, por imitación, manifestándolo y ensayando a través de sus juegos.
Salvo contadas excepciones, como cuando un grupo reducido de jóvenes y adultos se separaba del resto para intentar cazar algún antílope, toda la tribu se trasladaba junta, sin dejar a nadie atrás.
Iban a cazar antílopes, ocasionalmente aquellos jóvenes que eran especialmente certeros con el arco y las flechas. Pero, insisto: la tribu permanecía junta, sin dejar a nadie atrás; apoyándose materialmente y, sobre todo, emocionalmente. Por supuesto, de vez en cuando también debían surgir diferencias entre sus miembros, pero la sensación de apoyo mutuo, de avanzar juntos, los mantenía unidos y les daba estabilidad, social y emocional.