Relato. Dieciocho

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María Mercedes Graglia (*)

Tres-tres-tres-tres parece repetir el motor del coche, demasiado viejo para marchar por el camino casi intransitable. Adentro, una pareja joven con dos hijos pequeños. Con pulso firme, el padre maniobra el volante de la chata Ford A, domando las profundas huellas de carros, caballos y viejas maquinarias que se trasladan para las cosechas. Por las ventanillas abiertas, el polvo y el aire sofocante entran juntos en las últimas horas de esa mañana de diciembre.
El hombre combina silbidos suaves con tarareos, dibujando la melodía de un tango. Su mujer, una belleza exuberante realzada por el vestido de lino floreado, sonríe al escucharlo. El niño duerme sobre su falda y, casi escondida entre los cuerpos de los adultos, la niña dormita bamboleándose por los pozos. Las ondas del pelo, pegoteadas por la tierra y el calor de los cuerpos, se le adhieren a la cara.
—Ahora te toca a vos —dice él a su compañera.
—Alma, si tanto te han herido…— ella comienza a entonar un vals con voz cristalina.
— ¿Falta mucho, mami? —La chiquita abre los ojos somnolienta.
—Por qué te niegas al olvido…—sigue cantando la madre.
— ¿Mami, falta mucho? —insiste la nena restregándose los ojos. El vals se interrumpe.
—Falta, hija, falta… tratá de dormirte.
—Tengo calor —se queja. —Estoy cansada, tengo sed.
La mujer destapa una botella y le da agua.
—Está caliente —rezonga acostumbrada a la frescura del agua de pozo. La madre no responde al reclamo; en cambio abre una bolsa de tela blanca que trae a sus pies.
—¿Pan casero? —le ofrece y ella acepta sin entusiasmo.
—Ya estamos llegando a una estación de servicio y vamos a cargar nafta. Ahí te podés bajar un ratito —dice el padre y, al mismo tiempo, retira una mano del volante para tocarle con ternura la cabeza.
La nena se para sobre el asiento y mira por la luneta trasera que está justo detrás de ella. En la nube de tierra amarillea el monte de espinillos a ambos lados del camino; entre los yuyos del borde, las chilcas compiten con su color.
El traqueteo termina al llegar a la estación de servicio y se bajan todos de la chata.
—¡A estirar las piernas! —dice el padre, mientras camina en busca de agua para el motor que despide una nube de vapor. Con caricias y palabras, la mujer calma el llorisqueo de su hijito que se ha despertado. La niña aprovecha para corretear un poco.
De pronto, un hombre de cabello cano y rostro curtido por los años y las penas se acerca al vehículo.
—Buenas —dice a modo de saludo y agrega— ¿Me lleva, Don?
— ¿Y a dónde quiere ir? —responde el aludido, mirándolo fijamente.
— Me da igual… —dice el hombre, mientras se encoge de hombros.
La sorpresa se dibuja en el rostro del joven, que observa con curiosidad al extraño personaje vestido con ropas pobres, pero limpias. Se acerca al empleado de la estación de servicio a pagar y le pregunta.
—¿Lo conoce?
—Anda por acá seguido —responde el trabajador y comenta— La gente dice que está loco. Me contaron que hace muchos años una desgracia le cambió la vida: la muerte de su mujer y su hijito recién nacido. Pero llévelo tranquilo, no hace mal a nadie. Él siempre va a alguna parte… o a ninguna, mejor dicho.
Los viajeros se ubican en sus lugares nuevamente. El viejo los mira sin insistir. El motor arranca con su tres-tres-tres. El joven siente la mirada del viejo desde la sombra de un árbol. ¿Será seguro llevarlo?, piensa con un leve temor, pero la apariencia del anciano lo tranquiliza.
—Cómo se llama? —le pregunta.
—Me dicen Paco —responde sin moverse del lugar y agrega luego—y algunos me llaman Dieciocho también.
—Suba atrás, Paco —le indica sin preguntar nada más. El viejo asciende con un poco de dificultad y se sienta en un rincón sobre una bolsa con maíz, bajo el intenso sol del mediodía.
Cuando el vehículo comienza a lentamente a desplazarse, la niña se para en el asiento entre su padre y su madre.
—Prendete, que te vas a caer, —le regaña la madre, y dirigiéndose a su compañero pregunta— ¿Quién es ese hombre?
—Paco, un pobre hombre… —responde el padre y reinicia su tarareo.
La pequeña se da vuelta y mira por la luneta trasera al viejo. Se cruzan las miradas. Ella le sonríe, levanta la manito y la agita en señal de saludo, pero Paco desvía la vista y se sumerge en sus recuerdos. Al rato, vuelve sus ojos hacia la ventanilla: la nena sigue parada ahí, sonriendo, con su mano derecha en alto. El viejo levanta la suya y la agita: pulgar, índice y medio, erguidos como mástiles sin bandera, y al lado los rastros del anular y meñique que le amputó una máquina trilladora. Seria, la niña mira la extraña figura y luego se hunde en el asiento entre sus padres, desapareciendo de su vista. Paco baja la mano, gira la cabeza hacia otro lado y parece hundirse en el fondo de la caja de la chata. Cierra los ojos. El sol, el polvo del camino y la sed lo agobian.
De pronto, el anciano escucha un golpe suave en la mica de la luneta y mira. Desde la ventanilla, la nena le sonríe nuevamente levantando su manito; usa la otra para doblar el meñique y el anular y lo saluda con los tres dedos restantes en alto. La cara de Paco se ilumina y sus tres mástiles sin bandera comienzan a moverse hacia uno y otro lado, como agitados por una suave brisa. No habla, aunque pareciera querer hacerlo. Sólo se sumerge en la profundidad de los ojos de la niña y se estremece. Allá adentro vislumbra otra mirada, la de los ojos amados.

(*) La autora fue la ganadora del Concurso de Relatos destinado a Adultos Mayores que organizó la Municipalidad de Concepción del Uruguay, a través de la Dirección de Salud Mental y la Dirección de Adultos Mayores.
María Mercedes Graglia participó con el pseudónimo “Paraíso”.