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jueves, diciembre 12, 2024

Yo digo… Por qué nos cuesta tanto cumplir los buenos propósitos de Año Nuevo

Por David Bueno

“Año Nuevo, vida nueva”. Este dicho popular, tan recurrente a principios de año, invoca un cierto espíritu optimista. Una reflexión que suele llevar emparejado un arsenal de buenos propósitos destinados a que el ciclo que se inicia el 1 de enero sea mejor que el que concluyó el 31 de diciembre. Sin embargo, suele ocurrir que, al cabo de unas semanas de arrancar el año, muchas de esas intenciones caen en saco roto. ¿Qué ha sido de todos aquellos buenos propósitos? ¿Ha sido insuficiente nuestra fuerza de voluntad? La respuesta más común es sí.
La fuerza de voluntad debe verse recompensada
La voluntad es la potestad de dirigir las propias acciones hacia un fin deseado, normalmente opuesto a la inmediatez del momento. Dicho de otro modo, nos permite vencer los obstáculos y alcanzar nuestras metas incluso si implican un esfuerzo que no se ve recompensado de manera inmediata.
Este primer punto es crucial: la sensación de recompensa. Está muy arraigada en nuestro cerebro, y nos conmina a repetir las acciones que, de algún modo, nos han resultado provechosas con anterioridad. Una de las zonas principales del cerebro implicadas es el estriado, y el neurotransmisor que lo activa se llama dopamina. La dopamina participa en diversas funciones mentales, a saber, la motivación, el placer, la atención, el optimismo y la recompensa, entre otras. Claves, dicho sea de paso, para conseguir lo que nos proponemos.
Por otra parte, cada vez que echamos mano de la fuerza de voluntad para hacer algo contrario a las tendencias inmediatas del momento, como por ejemplo comernos una ensalada en lugar de un churrasco grasiento, o una fruta en lugar de una torta, se nos activa la denominada corteza cingulada anterior, que tiene diversas funciones, entre las cuales destacan la gestión de conductas racionales como la inhibición, la anticipación de premios, la toma de decisiones, la empatía y la gestión emocional.
Esta zona del cerebro tiene conexión directa con la corteza prefrontal, que está implicada en la planificación de acciones futuras y en el control consciente del comportamiento, lo que incluye la determinación.
Pero también con la amígdala, que se ocupa de generar emociones. Todas ellas, además, actúan sobre el estriado, que como ya se ha dicho genera sensaciones de recompensa.
¿Adónde nos lleva todo esto? Unamos todas las piezas. Cuando nos planteamos un propósito, tanto en Año Nuevo como cualquier otro día del calendario, estamos usando la corteza prefrontal para planificarlo y para mantener la determinación de conseguirlo. Tomamos la decisión con la corteza cingulada, que inhibe otras acciones que lo desbaratarían y controla las riendas de las emociones para mantenernos dentro de la racionalidad. Y, aquí viene lo importante, anticipamos la recompensa final (por ejemplo, perder esos kilos que nos sobran).
Lo malo es que, cuando todo parece ir sobre ruedas, algo suele ser torcerse. Porque normalmente la recompensa esperada, que es lo que a nivel cerebral nos permite mantener la atención y el interés, se demora. Y la tentación de sucumbir a los placeres inmediatos se hace cada vez más fuerte.
Sin motivación la fuerza de voluntad flaquea
La única manera de mantenernos firmes a pesar de todo es a través de la motivación. La motivación es un estado interno que activa, dirige y mantiene la conducta hacia metas o fines determinados. De hecho, la misma motivación es también fuente de recompensa y placer, y se relaciona con otras facultades mentales como el optimismo.
La motivación depende también de la dopamina. Cuanto más altos son los niveles de dopamina, menos nos cuesta esforzarnos en conseguir una recompensa más valiosa que la recompensa fácil e inmediata. Y el anhelo de esa recompensa futura gana la partida a los placeres de la inmediatez.
Claro que no todo el mundo muestra los mismos niveles de fuerza de voluntad. En las diferencias interpersonales intervienen dos factores. El primero, genético. El sistema de la dopamina se basa en el funcionamiento de diversos genes. Según qué variantes génicas tengamos, su funcionamiento será más o menos eficiente.
El segundo factor es el entrenamiento y la educación. Porque sí, la fuerza de voluntad se puede entrenar. ¿Cómo? Simplemente usándola. Cada vez que la utilizamos, favorecemos las conexiones neuronales que fortalecen el comportamiento que perseguimos. El truco está en imaginar recompensas suficientemente lejanas para que alcanzarlas implique un cierto esfuerzo, pero a la vez lo bastante cercanas para que las percibamos como asequibles.

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