Yo digo… Parásitos reales

José Steinsleger (*)

Por José Steinsleger

Requisito para la decadencia es que en algún momento haya existido esplendor. Lo feo, viejo o inservible, sórdido y triste, deprimente o simplemente abandonado, no es decadente si antes no gozó una época de gloria.
La decadencia tiene como característica el deterioro de lo que alguna vez fue admirado y envidiado por las mayorías. Al verla se emulan tiempos antiguos sobre los cuales se tiene la percepción –falsa– de que fueron mejores. Ejemplo de lo anterior son las monarquías, su esplendor es tan efímero que la decadencia suele vivir mucho más que él, al alimentarse ella
de una fantasía que protege una ignorancia que se disfraza de tradición y enaltece figuras tan arcaicas como añejas mientras las maquilla con glamur. ¿Quién puede creer en la actualidad que una persona es superior a las demás por derecho de cuna?
¿Por qué un pueblo debe mantener y rendir tributo a una familia que lo percibe como inferior?
¿Por qué todavía hay monarquías si sus miembros son, nada más, reales parásitos reales?
La mayoría de sus pueblos así lo quieren, los ven como símbolo de unidad y continuidad. Están dispuestos a formarse durante horas bajo el sol o lluvia para ver pasar a lo lejos un ostentoso carruaje de oro jalado por corceles que en su interior transporta a una princesa que saluda al horizonte en el camino a su suntuosa boda y lujoso banquete al que –a pesar de haberlo pagado– sus súbditos no están invitados.

Lujo y hedonismo
¿Cuánto cuestan estos lujos exóticos e insultos a ciudadanos cuya preocupación es la de alcanzar el sustento diario mientras sus monarcas se regocijan en el hedonismo al tiempo en el que desconocen, o evaden, las mínimas necesidades de aquellos a quienes deben su posición privilegiada?
En Suecia, cuya monarquía es la “más austera”, su rey recibe unos 71 millones de coronas al año para costear sus funciones, monto aproximado a 7,5 millones de dólares. Reino Unido lidera el ranking con 85,9 millones de libras (unos 94 millones de dólares).
Los belgas pagan unos 12,5 millones. Los daneses, 13 millones de dólares. En Países Bajos tener un rey cuesta 45 millones. Los reyes noruegos salen aún más caros a sus súbditos (47 millones). A los españoles su monarquía les cuesta 47 millones de dólares al año el mantener a Felipe, Letizia, a las infantas y demás parásitos con gustos caros que integran su casa real. En Luxemburgo sus poco más de 600.000 habitantes pagan, cada uno al año, 11.000 dólares para mantener al gran duque y la familia que ostenta el título real, cuyo costo al erario es de 19 millones. Mónaco, principado pequeño en extensión, es grande en gasto monárquico, los escándalos de los soberanos, descendientes de bucaneros y de una estrella de Hollywood, cuestan al año 54 millones de dólares.
La joya, está claro, se la llevan los ingleses o, más bien dicho, sus monarcas, porque el pueblo se lleva la carga fiscal y los reyes y príncipes el estilo de vida glamoroso.

Onerosos e incapaces
La monarquía no cumple hoy con su propósito fundacional. Hace cientos de años, si los señoríos feudales se separaban o fragmentaban, las regiones se debilitaban causando con ello invasiones o abandono. Si había disputas se ocasionaban acciones bélicas con amenaza de guerras y con ello de muerte y hambruna.
Tener un monarca daba sentido de cohesión ante la obediencia hacia una persona que se convertía en autoridad absoluta, mientras los ricos se enriquecían a costa de los pobres que, explotados y sometidos, no corrían peligro mientras acataran las normas. Para evitar conflictos y guerras de sucesión el poder se transmitiría hereditariamente, lo que derivó en la necesidad de leyes basadas en supersticiones para sostener algo tan incierto y peligroso como un gobernante que accede al poder por casualidad genética y no debido a sus capacidades. Para ello se requirió de una legitimidad que, frente a la carencia lógica de ella, respondiera al dogma y así no ser cuestionada.
En las monarquías el sistema ha sido construido para que el rey lo siga siendo, es por ello que no colapsarán por el sistema, éste permitirá que el país y con él el pueblo caigan primero que sus reyes. Serán, pues, los pueblos quienes en su momento tirarán a los monarcas para abolir lo oneroso de su existencia y la incapacidad de sus facultades y, entonces, reclamar un poder que en el siglo XXI no debería emanar de nada ni nadie que no sea el pueblo mismo.