Yo digo… La buscada ontología de la patria

Juan J. Giani - Filósofo

Hace ya poco más de un siglo, Ricardo Rojas publicó un texto de especial relevancia para el pensamiento argentino. Nos referimos a «Blasón de Plata», que en su mismo título delata con transparencia la obsesión que lo motiva. Se trata allí de rescatar un linaje, escarbar en el fondo de los tiempos en la búsqueda del origen fundante de una nación aún no suficientemente apuntalada. «Blasón» se equipara así con abolengo y «Plata» funciona como pista etimológica de un país que requiere el auxilio de la tradición para afincar el camino de una grandeza.
Rojas construye entonces una de las primeras doctrinas del nacionalismo, pero con dos ingredientes. El primero es que la relación entre lo propio y lo extraño, tradición e innovación, no es en su concepción traumática y expulsiva, sino armoniosa y hospitalaria. Considera extinguida la vigencia de la clásica antinomia civilización‑barbarie y la suplanta por otra («exotismo e indianismo») en la convicción de que una adecuada filosofía de la cultura debe favorecer la integración de los distintos y no oscilar entre el desprecio por lo criollo y la fascinación por lo europeo.
Y la segunda es que el factor central para facilitar esa simbiosis entre lo nacional y lo extranjero es el poder absorbente de la tierra. Con facultades casi místicas, es la seducción del territorio la que subyuga y arraiga al inmigrante, en principio ajeno. Rojas invierte a Sarmiento por una doble vía. Declara caduca su visión dicotómica de la idiosincrasia sudamericana y considera a la pampa el nicho nutricio de una Argentina que busca encarrilar su destino.

El imperio de la amistad
Ahora bien, en 1947 John William Cooke dicta en el Centro Universitario Argentino una extensa conferencia que se editará luego bajo el título de «Perspectivas de una economía nacional». El contexto era bien otro, pues la preocupación ya no era el riesgo espiritual de un cosmopolitismo desatado sino las malformaciones que la penetración imperialista había ocasionado en la estructura productiva. Cooke no era un destacado miembro de la élite intelectual rioplatense, sino un joven y aguerrido diputado que buscaba brindar argumentos para la empresa que desde el 24 de febrero de 1946 encabeza el Coronel Perón.
Sin embargo, ocurre en ese texto un episodio conceptual y político de enormes implicancias, pues Cooke retorna sin nombrarlo a Rojas y su nacionalismo cultural para ligar a la llanura con las características primordiales del hombre argentino.
Se radicaliza aquí la recusación de la visión sarmientina, pues si para el sanjuanino la extensión genera «resignación estoica frente a la muerte violenta», el despotismo del líder que encabeza la tropa y una falsa jerarquía que impide la vida republicana y el imperio de la ley; para Cooke la sensación de inmensidad territorial impulsa un inclinación a la libertad, el generalizado autoabastecerse frente a los desafíos del territorio forja un sentimiento de igualdad y esa comunidad de experiencias instituye el imperio de la amistad.

Descifrar a Perón
Pero, y he aquí la definición que más nos convoca, el caudillo también es un prototipo sustancial, pero no para representar (como sostuvo el liberalismo del siglo XIX) las intolerables malformaciones del mundo popular, sino para encarnar lo que Cooke llama «el verdadero estado anímico del ser nacional». Dicho de otro modo. Perón no es apenas un Presidente destacado o un político bienvenido para la clase obrera, sino la célebre personificación de los más gloriosos valores de la trayectoria argentina. Una ontología de la patria entonces para descifrar a Perón y detectar los secretos de una comunidad en trance de emancipación.
Perón, vale mencionarlo, también se consideraba un hombre excepcional, sólo que despreciando para sí el rótulo de caudillo. Al caudillo lo considera una forma degradada de la representación política, en la medida que supone el inconveniente aprovechamiento de una masa desorganizada y sin doctrina. Asimismo, el mero «político» es o bien aquel que sólo aplica tácticas en algún frente específico de lucha, o bien el que fracciona neciamente la voluntad nacional de transformación atrincherado en un ilegítimo interés sectorial.
El modelo que lo atrae es el del Conductor, que es quien logra que la masa amorfa devenga pueblo organizado guiada además por una ideología que surge de su exclusivo proceso histórico. En «Conducción Política» transitan sus reflexiones sobre el asunto. Perón despliega sus dotes pedagógicas discurriendo acerca de si la Conducción es un arte o una ciencia, y si la capacidad para su triunfante ejercicio es innata o puede aprenderse.