Por: Luis Britto García
Cuando la castigada expedición arriba a Savona, no encuentra naves españolas ni abastecimientos, Morgan envía una flotilla de siete buques con 150 hombres a saquear los pueblos de la costa de La Española, pero los lugareños preparan la defensa con tal orden que los merodeadores no desembarcan. El pirata galés baraja planes para asaltar los pueblos de la costa de Caracas, pero el capitán francés Pierre Picard o Picardo, veterano de la flota del sanguinario francés Olonés, lo convence de dirigirse a Maracaibo.
El 8 de marzo la flota llega a la entrada del Lago de Maracaibo. Siguiendo la táctica ya probada por el Olonés, los filibusteros anclan fuera de la vista de la isla de la Vigilia; navegan de noche y caen de madrugada sobre el fuerte que los lugareños han reconstruido en la Barra. Este «no es más que un reducto de diez metros de altura, doce de largo y seis de ancho, al cual se sube por una escala de hierro que sus ocupantes retiran después de haber ascendido» (Oexmelin: Historias de piratas, p. 53). Los marabinos disparan para estorbar el desembarco. Exquemelin, ocupado en las horribles tareas de cirujano autodidacta, reconoce en su diario que «uno y otro partido se defendieron con valor y coraje durante el día entero». Al caer la noche cesan los disparos. Morgan envía exploradores al fuerte; éstos apagan una mecha que los defensores han dejado encendida en la santabárbara «con la idea de que los piratas entrarían y saltarían por los aires al saltar el castillo». Salvado de nuevo providencialmente de una explosión, Morgan se apodera de pólvora, municiones y mosquetes y hace clavar las dieciséis piezas de artillería”. (Exquemelin: op. cit. p. 134).
El 9 de marzo la flota zarpa hacia Maracaibo. Los bancos de la Barra cierran el paso a las naves de mayor calado. La expedición prosigue en barcas y chalupas ligeras. La vista de algunos hombres a caballo les hace temer que la ciudad se defenderá; la bombardean, pero al desembarcar la encuentran desierta. De nuevo la encarnizada defensa del fuerte ha ganado el tiempo necesario para que los vecinos se pongan a salvo con sus pertenencias. Los asaltantes ocupan edificaciones vacías: las mejores casas y la iglesia, que requisan para cuerpo de guardia. Una partida de 100 filibusteros captura en los alrededores una treintena de hombres, mujeres y niños, y 50 mulos cargados. Para obligar a los prisioneros a descubrir sus riquezas, los golpean con palos, les dan tratos de cuerda, les queman con mechas ardientes entre los dedos, les agarrotan corleas en el cráneo hasta hacerles saltar los ojos. Todos se dicen pobres, y juran que los ricos se han puesto a salvo en Gibraltar. Otra partida se extravía por las falsas informaciones del guía, al cual cuelgan de un árbol. Cuando capturan dos esclavos, uno se deja cortar vivo en trozos sin denunciar el paradero de sus amos; el otro resiste al tormento y a la promesa de la libertad, y sólo confiesa al ver los restos palpitantes de su compañero. Gracias a lo cual prenden al amo con una vajilla de plata que, según tasa el observador cirujano de los piratas, vale 30.000 escudos.
El experto interrogador
Pierre el Picardo insta a Morgan a perseguir a los ricos fugados hacia el Sur del Lago antes de que lleguen refuerzos de la Gobernación de Mérida. El 21 de marzo la flota cargada de prisioneros y botín arriba a Gibraltar. Desde la costa la cañonean los lugareños. Pierre el Picardo discurre desembarcar en un sitio alejado, atravesar los bosques y sorprenderlos por la retaguardia. Pero al llegar por esta vía hallan sólo barricadas desiertas con las piezas clavadas. En el medio del pueblo fantasma encuentran apenas a un hombre. Cuando le preguntan por el paradero de los moradores y de sus bienes, dice que tal cosa no le importa en lo absoluto. Atormentado con el trato de cuerda, ofrece entregar su tesoro.
Librado del suplicio, conduce a sus captores a una choza en la cual desentierra platos de barro y tres reales de a ocho. Amenazado, dice ser Sebastián Sánchez, hermano del Gobernador de Maracaibo. En la duda de si es un rico que finge la pobreza o un loco que se sueña opulento, lo levantan en el aire con cuerdas, le atan grandes pesos de los pies y del cuello, le queman la cara con hojas de palma. A la media hora muere, sin aclarar las dudas de sus captores. Estos arrastran el cuerpo hasta el bosque; allí lo abandonan.