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domingo, diciembre 15, 2024

Yo digo… Filosofía de la derecha (Primera Parte)

Por Juan José Giani

A mediados del siglo XX se suscitó una de las controversias más relevantes de la filosofía contemporánea. La protagonizaron dos de sus figuras más eminentes, Jean Paul Sartre y Martín Heidegger, a partir de la respectiva publicación de dos obras a esta altura célebres (“El existencialismo es un humanismo” y “Carta sobre el humanismo”).
El contrapunto es por cierto de una gran complejidad, pero bien podría resumirse de la siguiente manera. Para Sartre el hombre yace arrojado en el mundo, entendiendo por tal que no hay un Dios creador que nos otorgue un sentido trascendente ni una esencia humana que organice nuestras acciones. El sujeto está condenado entonces a elegirse, a sobreponerse a ese sinsentido, a ejercer plenamente su libertad sin destinos previamente fijados.
Va de suyo que el francés establece un debate con el psicoanálisis y el marxismo. El primero supone que la autonomía de la conciencia está interferida por un aparato pulsional y el segundo que una historia teleológica motorizada por el desarrollo de las fuerzas productivas introduce el principio de la determinación material de las conductas. Para Sartre, siempre actuamos movidos por una carencia y esa carencia solo se manifiesta a partir de una opción libre. A modo de ejemplo, luchamos contra las desigualdades luego de que, primeramente, proyectamos el deseo de un mundo sin desigualdades.
Martín Heidegger, al que se lo asoció erróneamente con el existencialismo, toma drástica distancia de toda esa perspectiva, muy influenciado por circunstancias que son imposibles de soslayar. Su texto es de 1947 en la inmediata posguerra, donde el avance de las tecnologías aplicadas al combate permitió la aparición de la bomba atómica. Esto es, lo que la modernidad había presentado como una de sus panaceas, (la solvencia de la racionalidad científica para favorecer el progreso de los pueblos) había desencadenado el efecto exactamente contrario. La emergencia de una sofisticada barbarie que había colocado al género humando al borde de su autodestrucción.
Para Heidegger eso no era resultado de una mera desviación de mentes alocadas, sino la consecuencia ontológica de un sujeto que al considerarse centro ordenador que pone la naturaleza a su servicio había terminado desatando las peores tempestades.
Según el pensador alemán, la posición de Sartre oscila entre la temeridad y la impostura. Pues por un lado, el sujeto creyéndose sin ataduras crea aquello que llega para aniquilarlo, y por el otro, el hombre no está arrojado en el mundo sino atrapado en él. Y ese aprisionamiento no viene del inconsciente o del territorio de la economía sino del lenguaje. Nacemos en un mundo ya simbólicamente estructurado. No hablamos, somos hablados. Por lo cual, todo impulso prometeico, todo reinado de la conciencia omnímoda es vano y engañoso.
Pues bien, visto en perspectiva, en esa polémica crucial Jean Paul Sartre llevó las de perder. El término “humanismo” ha caído en descrédito pues quedó asociado a la ensoñación o el torpe utopismo. Esa deriva no deja de ser un serio problema, pues como es dable advertir si en la existencia rige el absurdo de lo increado y además se niega la voluntad autónoma del sujeto, cuesta imaginar el camino para revertir nuestros graves pesares.
Pero no nos apresuremos. Las repercusiones del debate que comentamos son innumerables pero interesa detenernos en una de ellas. Y se vincula con la pregunta en torno a en qué medida un discurso que cabría llamar dominante condiciona la construcción de una opinión colectiva. Heidegger denomina “habladurías” a esas palabras de origen entre anónimo e impersonal que sin embargo arrastran a la sociedad a una ceguera que en un punto la lastima. Y Louis Althusser desde una perspectiva marxista describe como los “aparatos ideológicos del estado” obnubilan la lucidez revolucionaria de una clase obrera que por culpa de ellos no alcanza a percibir su condición objetiva de explotada.
Ambos son especialmente drásticos, pues ese extravío no es fugaz sino arraigado y requiere la inasible intervención salvífica de algún protagonista incontaminado que dinamite ese estado de cosas. Rige una relación de insalvable opacidad entre una verdad profunda que requiere ser revelada y un cuadro de confusión colectiva que obstruye acceder a ella.
Traigamos esos conceptos a un tiempo más cercano. Las tecnologías de la comunicación y el crecimiento de la oferta mediática concentrada agudiza estos criterios, cuya variante maximalista es ahora conocida como “fake news”. Esto es la imposición reiterada en la conciencia incauta del consumidor de información de un cúmulo de datos tendenciosos y manipulados.

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