David Bueno
A finales de noviembre los departamentos de Educación y de Salud de España hicieron público un informe sobrecogedor sobre adolescencia y juventud: el 8,8% de los adolescentes encuestados dijeron que cada día o casi todos los días siente que tiene ganas de morirse o de dormirse y no volver a despertarse, y un 5,9% piensa con la misma frecuencia en autolesionarse.
No es una problemática sólo europea. En la Argentina, los suicidios constituyen la segunda causa de muerte en la franja de 10 a 19 años.
Es un tema complejo en el que hay muchos aspectos implicados. En él influye la idiosincrasia de la adolescencia, una etapa crucial para el desarrollo de la personalidad adulta. El área cerebral que se encarga de generar las emociones, la amígdala, se vuelve hiperactiva, y la zona que permite gestionarlas y reflexionar, la corteza cerebral, pierde eficiencia de funcionamiento. Por tanto, no debe extrañarnos que en algunas personas, de vez en cuando, se puedan producir estos pensamientos, pero en ningún caso con la frecuencia que se detecta.
Hay opinadores que han hablado de la «juventud de cristal», demasiado consentidos y con poca capacidad de resiliencia. Posiblemente hay parte de ello, pero la responsabilidad la tenemos los adultos que los hemos educado. Varios estudios indican que tendemos a delegar cada vez más la educación de nuestros hijos en los centros educativos, en lugar de asumir las responsabilidades que nos atañen. Y que, de alguna forma, para “compensar”, tendemos a sobreprotegerlos. En vez de apoyarlos emocionalmente para que aprendan a afrontar y resolver sus problemas, los hemos aislado de los problemas al tiempo que se sienten emocionalmente desprotegidos, porque lo delegamos en el sistema.
Felicidad y bienestar no son sinónimos
Sin duda, este efecto es real en algunos casos. Pero hay un par de factores: uno es el estrés. Todos los estudios indican que el estrés social se ha incrementado en las últimas décadas. Uno de los efectos es que disminuye aún más la eficiencia de funcionamiento de la corteza prefrontal, lo que deja a los adolescentes más desprotegidos de los descalabros emocionales. Algunos de los posibles motivos pueden ser la competitividad exagerada que a veces les imbuimos por los estudios y las notas, las presiones por lo físico cuando se comparan con modelos y cánones de belleza irreales, etcétera.
El otro factor es la confusión entre felicidad y bienestar. Hemos utilizado el concepto de felicidad demasiado a la ligera, como reclamo comercial. Si no nos sentimos felices, es como si la vida ya no valiera la pena. Si los adolescentes no se sienten felices, es como si su vida ya no les valiera la pena. Deberíamos hablar de bienestar. A nivel cerebral felicidad y bienestar no son sinónimos y no producen los mismos efectos. Curiosamente, ambos estados vienen vehiculados por el mismo tipo de neurotransmisores (dopamina, serotonina, adrenalina, endorfinas), pero en diferentes proporciones.
El bienestar es la percepción subjetiva de sentirnos relativamente a gusto con nosotros mismos y con el entorno, incluidas las relaciones socioemocionales y afectivas que establecemos. Integra los deseos, objetivos vitales y necesidades; favorece que gestionamos los retos que nos afectan, y también que integramos de forma positiva y proactiva las experiencias que tenemos a lo largo de la vida. El bienestar genera una motivación y un optimismo de base realista y no tiene fecha de caducidad.
La felicidad, en cambio, genera sensaciones mucho más intensas y explosivas, y por tanto más placenteras, pero efímeras y con una motivación y un optimismo falaz. Y después de una explosión de felicidad, si no viene otra, por oposición tendemos a sentirnos vacíos, sin objetivos vitales. Un aspecto importante de estas diferencias es que dentro del bienestar tienen cabida, por ejemplo, emociones como la tristeza, que permite aceptar las pérdidas y decepciones y que, por tanto, facilita que las dejemos atrás para poder seguir avanzando de forma resiliente. La felicidad, en cambio, no admite la tristeza o la decepción, o acaba cuando notamos.
Objetivos realistas
Si queremos adolescentes resilientes, con capacidad de establecer objetivos realistas desde una motivación y un optimismo realistas, de afrontar los retos sin angustias, o, dicho de otra forma, si queremos disminuir el porcentaje alarmante de adolescentes que piensan en la muerte o en autolesionarse, necesitamos ofrecerles más apoyo emocional no sobreprotector con una mayor implicación parental, para que puedan aprender a autogestionarse. Y también necesitamos construir una sociedad y una educación que pongan el foco en el bienestar no (sólo) en la felicidad.