Por Juan José Giani
En 1947 Carlos Astrada dicta una fundamental conferencia frente a un grupo de oficiales de la Marina, que lleva por título “Sociología de la guerra y filosofía de la paz”. Astrada fue un personaje central de la filosofía argentina, y su obra, en apretada sinopsis, atravesó tres etapas. Una primera marcada por un vitalismo de izquierda crítico del positivismo e influenciado por la figura de Nietzsche, una segunda afín a la metafísica existencial de la mano de Martin Heidegger y una tercera volcada a una suerte de marxismo telúrico seducido por el liderazgo de Mao Tse Tung.
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La disertación traza con sumo detalle y erudición una reflexión filosófica sobre la guerra. El tema elegido es comprensible, pues el mundo había padecido dos devastadores conflictos bélicos y se sospechaba en aquel entonces la inminencia de un tercer episodio ahora de impronta nuclear. Su auditorio eran hombres de armas y por lo demás el Conductor del partido gobernante era un militar firmemente atraído por la obra de Carl Von Clausewitz.
La guerra, analiza certeramente el texto, no es un mero producto de mentes enfermizas ni una anomalía transitoria de la historia, sino un componente insoslayable de las civilizaciones que solo cabe indagar desde un abordaje ontológico de la condición humana. El propio Perón en su “Significado de la defensa desde el punto de vista militar” había definido la guerra como “un fenómeno social inevitable” y en más de una ocasión remite a aquella conocida sentencia de un general romano (“si vis pace para bellum”; “si quieres la paz prepárate para la guerra”).
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La incógnita que queda flotando y que Astrada procura desentrañar es cómo arbitrar una convivencia universal tendencialmente armoniosa sin caer en un moralismo abstracto o un voluntarismo ingenuo. El autor ensaya una fórmula muy sugestiva que denomina “pacifismo ideológico y militarismo instrumental”, que traducido quiere significar que es respetable que las naciones se armen para resguardo de su soberanía siempre y cuando la humanidad explore caminos sustantivos para restablecer una fraternidad permanente entre pueblos.
Esa paz, no obstante, no puede depender de estadistas bondadosos o rectas conciencias, sino de reformas sociales profundas abastecidas de inéditas filosofías. Y allí entra el peronismo y su tercera posición como salvación factible para un mundo extraviado. Astrada llega al punto de llamar “verdad argentina” o “buena nueva” a ese movimiento que a través de una “democracia de bienes” puede habilitar una paz perpetua.
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Mirado en perspectiva, es evidente que este reparador autonomismo filosófico americano inspira al peronismo todo como experiencia, y organiza la estructura teórica de “La Comunidad Organizada”. Aspiración ambiciosa por cierto, que luego Perón irá atenuando, al considerar a su movimiento expresión local de una tendencia liberacionista que a partir de los años 50 anuncia lo que llamará “La Hora de los Pueblos”.
El peronismo se presenta a sí mismo como una rareza virtuosa pero surge simultáneamente como fenómeno de época. El justicialismo se mantiene erguido, sin haber disminuido su predicamento. Gobierna el país, conserva notables energías militantes, y una densa trama organizativa. Dicho de otra manera, la “época” que lo alumbró (a él y a toda su larga serie de compañeros de ruta) se ha difuminado y sin embargo su vigencia se mantiene impertérrita.
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Hurguemos en algunas posibles explicaciones sobre este peculiar fenómeno. La primera ya fue de alguna forma señalada. Perón desarrolla una filosofía política y una autoconciencia doctrinaria que diferencia a su movimiento de otros (con la excepción de Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA), lo que sin sucumbir a la tentación idealista permite suponer que esa cantera durable de conceptos otorga un sentido misional que no puede pensarse como coyuntural o efímero. Hay allí un intento de capturar una cierta antropología de la patria, que vista desde el presente no fue antojadiza ni arbitraria, pues ha funcionado como norte político de las mayorías populares.
La segunda es, por decirlo de algún modo, material, pues el peronismo implicó una revolución social que alteró notablemente la distribución de la riqueza en favor de los más humildes (toda estadística es concluyente) y además ligó esa transformación con una organización de clase estructurada en torno a una ideología política (el movimiento obrero organizado). Y para concluir, amalgamó dos ingredientes frecuentemente escindidos. Una fase insurreccional de base (el 17 de Octubre) con una estatalidad a la vez dislocatoria de un viejo orden y sólidamente edificatoria de otro nuevo.
En estas dos entregas procuraremos enfatizar sobre una tercera dimensión especialmente rica en efectos sociales. Nos referimos a la impactante cantera mítica que acompaña al peronismo, entendiendo por Mito una estructura emotiva de símbolos que nutriéndose de un virtuoso acontecimiento primordial alimenta existencialmente a una identidad en el presente y la orienta hacia el futuro.