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viernes, septiembre 20, 2024

Yo digo… El fulgor de 1.000 soles

Por Luis Britto

El viejo físico recuerda el día luminoso cuando descubrió la equivalencia entre materia y energía. La una puede ser convertida en la otra con un fulgor inimaginable. Tan inimaginable que quizás la materia no deje nunca de volverse energía y haga desaparecer todo lo creado. En el lejano parque de la Universidad de Princeton, Albert Einsten sabe que otros podrían también convertir un trozo de metal en un arma mortífera o una masa crítica de uranio en el Apocalipsis.
En 1941 en la Estocolmo ocupada por los nazis se reúnen casi clandestinamente el físico alemán Werner Heisenberg y el danés Niels Bohr para departir sobre deportes invernales y la aniquilación del mundo. Ambos son comisionados desde bandos opuestos para crear un arma nuclear; ambos se comprometen a no producir tal abominación. Heisenberg cumplirá su palabra, obstaculizando y desviando el proyecto alemán. Bohr faltará a la suya, y colaborará en el proyecto de los Aliados. Ese encuentro decide el destino y quizá el fin del mundo.
Los Messermich, Heinkel y Stukas de la Luftwaffe acribillan eficazmente estaciones de radar y aeropuertos de la Real Fuerza Aérea. De seguir así, pronto dejarán a Inglaterra indefensa y ganarán la guerra. El Comando Estratégico de los Aliados se reúne para decidir convertir las ciudades alemanas en piras funerarias de civiles indefensos, saturándolas con bombas incendiarias en la llamada “Tormenta de Fuego”. La idea es que por cada civil herido cinco deberán dedicarse a cuidarlo, y que así se incitará a Hitler a desperdiciar su Luftwaffe bombardeando a su vez ciudades inglesas. Así son incineradas Dresden, Hamburgo, Bremen, centros sin objetivos militares, con unos 75.000 civiles incinerados por ataque. Lo mismo se realiza contra las ciudades japonesas: Tokio, Nagoya, Kobe. Al final del conflicto, Curtis Le May se jacta de haber cremado 1 millón de japoneses. “Si hubiéramos perdido, nos habrían juzgado como criminales de guerra”, añadirá Robert McNamara. Hitler se enfurece, desperdicia sus bombarderos contra Londres, Liverpool y Coventry, y comienza a perder la guerra. Posteriormente, Kenneth Galbrait demostrará que la destrucción de ciudades indefensas, lejos de debilitar el esfuerzo bélico, no dejaba a los sobrevivientes más opción que trabajar en industrias militares, prolongando así el conflicto.
Albert Oppenheimer avanza con reluctancia el dedo hacia el tablero que hará reventar Little Boy, como llaman confianzudamente al rechoncho artefacto armado en Los Álamos, una ciudadela provisional construida en el desierto para acuartelar millares de científicos, técnicos y policías con el único propósito de armar la primera bomba atómica. Los cuerpos de seguridad acosan al director del Proyecto Manhattan. Oppenheimer es izquierdista; su ex amante Jean Tatlock es militante, y se ha suicidado al sentirse abandonada por Albert. El físico se cala los lentes de filtro oscuros, disipa sus dudas musitando: “El científico sólo debe responder ante la ciencia”, y aprieta el botón que desencadena el fulgor de 1.000 soles. Sabe lo que ha hecho: atrapado entre la conciencia y el remordimiento recita un versículo del Baghava Ghita: “Me he convertido en la muerte, que avanza destruyendo mundos”. El padre de la bomba atómica será investigado por la Comisión de Actividades Antinorteamericanas y despojado en 1954 de toda participación en investigaciones nucleares.
El 6 de agosto de 1945 se preparaba un free beer party para las 2 p.m. en la base aérea de la isla de Tinian. No se requerirían cartas de racionamiento. Habría limonada para los abstemios. Para los cinéfilos, se proyectaría “Ha sido un placer”, con Sonja Henie y Michael O´Shea. Los cartelones suplicaban: “Use ropas viejas”: se debía estar cómodo. Las pancartas anunciaban el “Welcome party for return of Enola Gay from Hiroshima misión”. No estaba previsto cronista social. Nunca sabremos de las expresiones de los muchachos que bajaron tambaleándose del pesado B-29, encandilados por un fulgor que no ha cesado de arder. Ya no importa tanto distinguir entre Tidbits, que se enorgullecíó de haber aniquilado 90.000 prójimos en una fracción de segundo, Beser, que lamentó no haber arrojado la bomba en Berlín, y Eatherly, que enloqueció de remordimiento. A la larga, en los bancos de esa melancólica fiesta nos hemos ido sentando todos, porque, hasta nueva orden, nuestra condición oficial es la de sobrevivientes.
Ahora, cuando los misiles caen sobre las plantas nucleares de Ucrania, se siente como que alguien, después de 77 años de hipocresía, está a punto de dar la orden. Quizás ya la haya dado, o peor aún: quizás alguien ha decidido acatarla sin haberla recibido.

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