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jueves, septiembre 26, 2024

Yo digo… ¡Cuidado! ¡Eróstrato anda suelto! (Parte II)

Por Eugenio Raúl Zaffaroni (*)

En nuestro país, en 1873 Sarmiento se salvó porque el revólver le estalló en la mano el italiano Guerri; Roca recibió una pedrada de Ignacio Monge y años después se salvó de la bala del adolescente Sambrice; en 1905 al catalán Salvador Planas y Virella le falló el arma con que quiso matar a Quintana; en 1908 Francisco Solano Rojas arrojó una bomba casera que no estalló a los pies de Figueroa Alcorta (después se fugó junto al agresor de Quintana de la cárcel de las Heras); en 1916 Juan Mandrini disparó contra el balcón presidencial de Victorino de la Plaza; en 1919 el mecánico dental Marinelli disparó cinco balazos contra el coche de Yrigoyen, hiriendo a sus custodios. Como resultó muerto en el acto se inventaron leyendas totalmente falsas acerca de un supuesto error.
Este grupo de magnicidas quizá sea el más peligroso por ser imprevisible. Es posible prevenir las conspiraciones, pero nadie sabe quiénes son los Eróstratos, en tanto que la actual voracidad de publicidad en la comunicación acrecienta la hipertrofia de personalidad paranoide –no paranoica– y la consiguiente frustración existencial: “soy importante, pero me ignoran”.
Pero pese a que la enorme policromía del magnicidio resiste toda generalización, es posible rescatar algunas observaciones útiles para delimitar una peligrosa categoría de homicidas solitarios o emergentes de grupos radicalizados no muy numerosos, pero que responden al modelo de Eróstrato, el esclavo pastor incendiario de Efeso que en el año 356 a.C. destruyó el templo de Diana, una de las siete maravillas de la antigüedad, confesando que lo había hecho para adquirir fama, por lo que Artajerjes lo condenó a muerte y prohibió su nombre.
En efecto, en este subgrupo de magnicidas incide la pulsión de saltar a la fama, uniendo su nombre al de la víctima.
A esta pulsión responden sin ninguna duda los casos del atentado a Reagan y de la muerte de Lennon, pero si nos remontamos más atrás, John Wilkes Booth, que mató a Lincoln disparándole en un teatro, era un actor fracasado que creía que sería recibido como un héroe en Virginia, cuando en realidad se vio perseguido hasta que un sargento desequilibrado le dio muerte en una granja.
El joven Luigi Luccheni, que en 1898 dio muerte a la emperatriz de Austria (“Sissi”) escribiría luego sus memorias, como hacen los famosos.
Todos ellos desafiaban a la muerte, no les importaba demasiado la guillotina, la silla eléctrica o la horca. No son psicóticos, sino por lo general neuróticos graves, con vidas desviadas, infancias tortuosas, profundas frustraciones, desesperados por hacer algo notorio que los haga saltar a la fama usurpada a sus víctimas a cuyo nombre unen el suyo. Eróstrato era incapaz de construir la octava maravilla del mundo antiguo y por eso incendió la séptima.
Este grupo de magnicidas quizá sea el más peligroso por ser imprevisible. Es posible prevenir las conspiraciones, pero nadie sabe quiénes son los Eróstratos y tampoco siempre se integran en grupos radicalizados, en tanto que la actual voracidad de publicidad en la comunicación acrecienta la hipertrofia de personalidad paranoide -no paranoica- y la consiguiente frustración existencial: “soy importante, pero me ignoran”, “nadie me presta atención”, “no saben de lo que soy capaz”.
La controversia política verbalmente llevada al penoso extremo de la opción de “amigo-enemigo”, el “nosotros o ellos”, al propugnar -como versión local de Carl Schmitt- la aniquilación del “enemigo” indigno de existir, impone un motor de odio que, si bien es oral, genera el magma que llama al “borderline”, al neurótico grave ávido de fama a dar el paso al acto. La propia inevitable publicidad de un caso, de los detalles de la tortuosa vida del casi siempre joven delincuente, demuestran que logró su objetivo de éxito publicitario, lo que puede incitar a otros Eróstratos a lanzarse también a la fama.
Desde lo político, el discurso de odio “schmittiano” de aniquilación del “enemigo” es hueco, porque su identidad basada solo en la destrucción total del “otro” se disolvería de lograr su siniestro propósito. El “nosotros o ellos”, si lograse el objetivo y quedase solo el “nosotros” ¿Qué identidad tendría? La oquedad identitaria del “nosotros” es nada si desapareciese el “ellos”.
En máxima síntesis, lo que la criminología y el sentido común pueden decir en concreto es que siempre Eróstrato anda suelto y el discurso “schmittiano” políticamente hueco de aniquilación del “otro” lo convoca.

(*) Ex juez de la Corte Suprema argentina, Profesor Emérito de la UBA.

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