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lunes, junio 17, 2024

Yo digo… ¡Cuidado! ¡Eróstrato anda suelto! (Parte I)

Por Eugenio Raúl Zaffaroni

La palabra “magnicidio” es usual entre historiadores y divulgada periodísticamente, porque la criminología no reparó mucho en este delito. En general suele entendérselo como el homicidio de una persona de alta significación política, aunque también de alguien famoso, si se quiere incluir el caso de John Lennon. El concepto se vuelve más difuso cuando se incluyen hechos de linchamiento (Eloy Alfaro en Ecuador en 1912; Villarroel en Bolivia en 1946) y aún más si se incluyen las ejecuciones de autoridades constitucionales derrocadas como el caso de Madero y Pino Suárez en México (1913).
Dentro de este concepto poco elaborado no se ensayó una tipología útil preventivamente. Lo cierto es que, en su variopinta aparición, algunos respondieron a fuertes conspiraciones, como la serie de zares rusos victimizados. Otros los motivaron venganzas por hechos ordenados por las víctimas, como el de Ramón Falcón en nuestro país, el del dictador García Moreno en Ecuador en 1875, el del presidente Guillaume de Haití en 1915 (mandó ejecutar a cientos de opositores, entre ellos a un expresidente) y los de los dictadores Anastasio Somoza (1956), Carlos Castillo Armas (1957) y Rafael Leónidas Trujillo (1961). Estos hechos pueden corresponder al famoso tiranicidio legitimado por el derecho natural del siglo de oro español.
En la misma línea vengativa puede contarse el caso de Indira Gandhi, ejecutada por dos religiosos de su propia guardia, por imputarle la muerte de correligionarios y la destrucción parcial de su templo. Tampoco faltó algún supuesto de imaginaria venganza de un psicótico, como el del abogado Charles J. Guiteau, que mató al presidente Garfield en 1881, porque no lo había nombrado cónsul. Hasta hubo un magnicidio en legítima defensa, como el del presidente Morales Hernández en Bolivia (1872), muerto por su sobrino cuando intentaba arrojar desde el balcón del palacio a su asistente.
Todo legítimo defensor de cualquier posición democrática en discurso público, no puede ignorar que si bien media una distancia considerable desde la violencia verbal hasta el paso a la acción, entre su público no todos gozan del mismo nivel de salud mental, lo que le impone el deber ético de moderarse responsablemente
Algunos magnicidios tuvieron consecuencias gravísimas como el de los archiduques austríacos en Sarajevo, en 1914, que acabó consumándose por un error del chofer de las víctimas, aprovechado por Gavrilo Princip, un jovencito de 19 años que murió de tuberculosis cuatro años más tarde en la cárcel. Al parecer fue preparado por un grupo pequeño, aunque Austria quiso involucrar al gobierno serbio para justificar la declaración de la primera guerra mundial. En nuestra región el de consecuencias más graves fue el de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, que desató la violencia colombiana y cuya trama no pudo saberse, dado que de inmediato dieron muerte al magnicida. No tuvo iguales consecuencias el homicidio del rey Alejandro de Yugoslavia y del ministro de relaciones francés Barthou en Marsella en 1934, cometido por el asesino serial búlgaro Vlado Chernozinski.
También hubo magnicidios cometidos por sujetos sin apoyo alguno o emergentes de grupos muy pequeños. El caso de Mark Chapman, el asesino de Lennon es paradigmático, pues después de cometerlo se sentó en la acera a esperar a la policía afirmando que se identificaba con el personaje del adolescente de la novela de Salinger “El guardián entre el centeno”. No conviene olvidar que Estados Unidos tuvo cuatro presidentes victimizados (Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy) y una lista de tentativas contra Theodor Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry Truman (1950) y Ronald Reagan (1981). Esta última le causó graves heridas y su agresor, John Hinckley Jr. era un joven hijo de un petrolero que, obsesionado por Jodie Foster, la actriz de “Taxi Driver”, decidió hacer algo importante para llamar su atención.
Hay también magnicidios que nunca se esclarecieron del todo o que los oscurecen las leyendas, siendo el más famoso el de Kennedy en 1963, motivo de múltiples versiones. De cualquier modo, parece poco discutible que el autor material –Lee Harvey Oswald- también haya sido un sujeto joven de tortuosa existencia.
Nuestra América se anota en esa lista con el homicidio de Luis Carlos Galán, el candidato del partido liberal colombiano en 1989, atribuido a los “extraditables”, como también con el del candidato presidencial del PRI mexicano, Luis Donaldo Colosio, cometido por Mario Aburto en Tijuana en 1994.

(*) Ex juez de la Corte Suprema argentina, Profesor Emérito de la UBA.

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