Por Juan José Giani
A fines de los años 60, Juan Perón formula lo que cabría denominar una “teoría de las revoluciones”. En ese esquema que comienza a explicar asiduamente se destacan dos ingredientes fundamentales. El primero, coloca a la revolución peronista en la saga de la francesa y la rusa, lo que ratifica la radicalidad de su perspectiva. Las grandes convulsiones políticas de la modernidad, cunas del republicanismo liberal y del comunismo científico, como linaje indicador para el proyecto nacional y popular.
En segundo lugar, señala que toda revolución atraviesa indefectiblemente por cuatro etapas. La doctrinaria, la toma del poder, la dogmática y la institucional.
Cuando Perón aplica esa secuencia al caso francés y ruso incurre en imperfecciones y reduccionismos, pero no es ese el punto que nos interesa, sino que Perón se mira exitosamente en ese espejo para describir la coyuntura y pergeñar acciones futuras.
Una aclaración sin embargo se impone, pues en aquellos años el Conductor combina estas apreciaciones con una visión evolutiva de la historia. Perfectividad creciente, que al calor de los testimonios de la revolución cubana y china, y de los procesos de descolonización de la posguerra lo inclinan a pensar que el mundo marcha hacia alguna forma nacional de socialismo. Dicho de otra manera, advienen sin duda revoluciones (entendidas como cambio radical de estructuras) pero bajo un ritmo tendencial no jacobino. Si Perón alienta la violencia en los ‘70 es como estrategia de desgaste para quitar del medio a la dictadura, y no como aceleración armada de una lógica de desarrollo civilizatorio que ya se estaba firmemente desplegando.
Las cuatro etapas
Pero retomemos la teoría de las revoluciones y sus cuatro etapas. La primera (doctrinaria) implica la preparación ideológica de la insurrección, la segunda (toma del poder) el acceso transformador al aparato estatal, la tercera (dogmática) es la fijación en la conciencia colectiva de los principios culturales que rigen el proceso y la cuarta (institucional) es la consolidación normativa de los cambios introducidos.
Caben aquí dos señalamientos. En primer lugar, y conviene recordarlo, en la genética del peronismo es primordial la formación ideológica, la movilización de masas y la estatalidad transformadora. Lejano por cierto de tres de las desviaciones que en ocasiones lo carcomieron y que son lamentablemente habituales en los procesos políticos. Pragmatismo teórico, inmovilismo de las bases y posibilismo tecnocrático. Y en segundo término, que de las cuatro etapas dos parecen cristalinas (la doctrinaria y la toma del poder) pero las dos restantes asoman como problemáticas. (la dogmática y la institucional). Y su riesgo reside en que queda tácito allí que las revoluciones (entre ellas la peronista) crecen, se estabilizan y permanecen. Son, en lo sustantivo, irreversibles, pues logran finalmente capturar la totalidad de las conciencias y arraigar un conjunto de terapias sociales que en tanto piso ya no tienen retroceso. Todas las revoluciones tienden por tanto al unanimismo, sea por imposición transitoria sea por el propio sello de la evolución histórica.
Batalla cultural
Lo que hoy llamamos “batalla cultural” era la difusión pertinaz de una verdad impecable que más pronto que tarde terminará siendo aceptada por todos.
Las luchas transcurridas luego desdijeron esas presunciones. En las democracias vigentes rige lo opinión diversa y no la unanimidad, y aquellos cambios que se intuyeron irreversibles sufrieron agresivas restauraciones. En el largo plazo podemos postular que no volverá el esclavismo, pero en el corto y en el mediano la furia neoliberal puede arrasar grandes logros del proyecto nacional y popular. La batalla cultural, entonces, no es la transmisión autosuficiente de una certeza que acabará por imponerse, sino la insistente militancia para ganar adeptos que nunca lo serán completamente. Y esa militancia no puede ser sólo discursiva. No hay nada más convincente que una gestión que brinda soluciones y una ejemplaridad ética que da autoridad a cualquier ejercicio de convencimiento.
¿Fue el peronismo una revolución? Lo fue en el sentido de que dotó a la Argentina de una fisonomía inédita que resiste incólume (el poder de los sindicatos, una memoria mítica de igualdad, un movimiento político de savia plebeya altamente influyente). Pero no lo fue en el sentido de que muchas de sus justicieras conquistas fueron luego desbaratadas y sus enemigos le siguen disputando palmo a palmo la hegemonía política.
Batalla cultural se necesita, controversia aguerrida pero respetuosa con los pensamientos dubitativos. Final abierto que no debe llevar al desaliento sino al certero talento de un buen dirigente. A veces, en política, tener la razón no es suficiente.