Por David Bueno
El cerebro es un órgano biológico. Se forma siguiendo unos programas genéticos, y de su funcionamiento surgen todas nuestras facultades mentales. Está formado por unos 86.000 millones de neuronas, pero el número preciso de neuronas no es importante. Tener 5.000 o 10.000 millones más de esta media no confiere ninguna capacidad excepcional, y tener 5.000 o 10.000 millones menos no implica ninguna carencia significativa.
La vida mental, y por consiguiente todas las facultades que de ella se derivan, surgen de las conexiones que establecen las neuronas entre sí. Se calcula que un cerebro humano adulto tiene unos 200 billones de conexiones neuronales, o sinapsis. Pero un cerebro cultivado, un cerebro estimulado, que juega y se divierte, que lee y aprende, que practica deporte, que discute (esto es, que razona, argumenta y contraargumenta), que descansa, puede llegar a contener hasta 1.000 billones de conexiones neurales. Cuantas más conexiones, más posibilidades de disfrutar de una mayor riqueza mental. Y según qué zonas se conecten principalmente, más capacidad para gestionar esta vida mental.
Una parte de las capacidades cognitivas depende de nuestro genoma, que condiciona nuestro desarrollo. Pero en ningún caso las determinan. Pero ¿hasta qué punto el ambiente también influye en la construcción del cerebro?
Aquello que aprendemos
Todo lo que aprendemos, todas las experiencias que por algún motivo merecen ser recordadas, quedan fijadas en nuestra memoria en patrones de conexiones neuronales. De ahí que tener una vida mental más activa, trabajar las capacidades cognitivas, incremente el número de conexiones del cerebro.
No obstante, el cerebro tiende a fijar mejor y a utilizar después con más eficiencia aquellos conocimientos que son transversales o contextualizados. La división tan estricta entre materias que hay en la mayor parte de estudios, por consiguiente, no facilita este proceso. Permite profundizar mucho en un tema, sin duda, pero dificulta la integración de los conocimientos de las distintas materias entre sí, lo que disminuye su eficiencia posterior de utilización, entre otros motivos porque cualquier situación o reto que los estudiantes y nosotros mismos debamos afrontar en el futuro casi seguro implicará la aplicación de conocimientos diversos, que tendremos parcelados en nuestro cerebro. Dada la dificultad de planificar asignaturas transversales, una de las maneras de contribuir a estos mejores aprendizajes es planificando sesiones de reflexión y discusión que impliquen necesariamente la aplicación de conocimientos diversos, con la presencia de los profesores implicados.
Por otro lado, el cerebro también valora muy especialmente los aprendizajes que tienen contenidos emocionales. Pero es un arma de doble filo. El miedo, por ejemplo, es una emoción muy poderosa. ¿Se puede enseñar a través del miedo? Del pánico no, es una emoción bloqueante. Pero ese miedo sutil que surge al pensar que van a suspender, que tal vez hagan el ridículo ante sus compañeros o el profesor (miedo social), etcétera, puede ser un estimulante para los aprendizajes. ¡Pero atención! No debemos usarlo nunca como estrategia pedagógica. Si lo usamos, los alumnos asociarán rápidamente aprender a temor, y cuando ya nadie los obligue difícilmente querrán aprender cosas nuevas, actualizarse. Estaremos formando personas que no querrán ser transformadoras ni proactivas. La capacidad de transformación es imprescindible en un mundo siempre cambiante, y la proactividad es lo que permite avanzar hacia la consecución de los objetivos personales.
Alegría, sorpresa y esfuerzo
Las emociones más interesantes desde la neuroeducación para formar personas capaces de tomar sus propias decisiones, de gestionar sus emociones y de adaptar su comportamiento al futuro que desean alcanzar son la alegría, que transmite confianza (y aprendemos de quienes confiamos), y la sorpresa positiva (o la curiosidad). La sorpresa activa los centros de atención del cerebro, y la atención es crucial para aprender. Pero además también activa los circuitos de motivación, que a nivel cerebral se correlaciona con el optimismo y con sensaciones de placer o recompensa, imprescindible para querer continuar aprendiendo.
Nada de lo dicho implica un menor esfuerzo por parte de los alumnos, o que tengamos que disminuir la complejidad de nuestras clases. El esfuerzo es, y seguirá siendo, tan necesario como siempre. Se trata de cambiar la perspectiva que tenemos sobre ese esfuerzo.
Contribuir a que se focalice en aprendizajes que, más allá de lo que aprendan ahora, les permita no solo un uso futuro eficiente sino también que potencie su capacidad de empoderamiento personal, de adaptación y de transformación proactiva en un mundo cambiante e incierto, donde deberán aplicar estos conocimientos no solo a situaciones insospechadas sino también para generar oportunidades nuevas.