Por Esther Vivas
Alguna vez he oído decir que la comida ecológica es cosa de chetos, un lujo solo accesible para quienes se lo pueden permitir. Sin embargo, ¿los alimentos “bio” son tan caros como se afirma? ¿Es imposible comer ecológico en tiempos de crisis?
El precio es a menudo utilizado como argumento para justificar la dificultad para acceder a este tipo de productos, pero no todos los alimentos ecológicos valen igual ni el conjunto de de los negocios del ramo los venden al mismo precio. No tiene nada que ver comprar fruta y verdura de temporada con llevarse unas salchichas veganas o unas cortezas de lentejas. El costo de las primeras no tiene por qué ser más caro que el de un alimento equivalente producido de manera convencional. Mientras que el precio de un producto “bio” altamente procesado es mucho más caro. Sobre todo, si está primorosamente empaquetado.
El precio de una dieta saludable
Hay productos artesanos como fideos, mermeladas, zumos… que podemos pensar que tienen un importe excesivo, pero si buscamos su parecido en calidad en el súper, aunque no lleven la etiqueta de ecológico, su valor no será muy distinto.
Otro factor a tener en cuenta es el lugar de compra. Hay locales comerciales especializados y góndolas en los supermercados con productos “bio” que se dirigen a un público con un alto poder adquisitivo. Pero algunos almacenes de barrio pueden tener unos precios más ajustados a nuestro bolsillo, en especial en los frescos. Aunque no es fácil en las ciudades chicas conseguirlas, es posible adquirir fruta y verdura directamente del productor o en cooperativas y mercados que evitan a los intermediarios.
Hay zonas de alto poder adquisitivo donde se ven locales de alimentos orgánicos en cada esquina, mientras que en otras apenas encontramos alguno, y no es casualidad. El producto ecológico no tiene por qué ser caro, pero seguro que lo es más que uno de marca blanca o de inferior calidad. Si alguien no llega a fin de mes, y apenas puede pagar la luz y el alquiler, no podrá comprar un producto “bio” pero tampoco mantener una dieta saludable. Los estratos sociales más bajos y quienes más dificultades económicas padecen son aquellos que comen peor.
El otro problema que tenemos es que hemos desaprendido a comer y a valorar nutricionalmente lo que nos llevamos a la boca. Tal vez podríamos ahorrar comiendo bien, pero ¿quién sabe hacerlo? No dudamos en pagar lo que sea por un celular de última generación o en cambiarnos la ropa cada temporada, mientras pensamos que tal vez “gastamos” demasiado en comida. Lo cierto es que comprar alimentos ecológicos y de calidad es una inversión en salud, pero la mayoría no lo ve así. De hecho, nuestra clase social determina lo que comemos. El perfil del consumidor “bio” es una persona con estudios superiores, que se cuida y se informa de lo que compra.
Democratización y transformación
Con la llegada de lo ecológico a la gran distribución, algunos hablan de “democratización” del sector, al ofrecer dicho producto a un precio inferior, a partir de la gestión de grandes cantidades. Sin embargo, cuando hablamos de alimentos “bio” creo que tenemos que ir más allá de la etiqueta. Su valor no debería limitarse al hecho de no contener pesticidas químicos sino a su capacidad de transformar el modelo agroindustrial dominante, y apostar por una producción, una distribución y un consumo más justo desde un punto de vista medioambiental y social. Lo que significa que además de ser “bio” sea local, que respete unas condiciones de trabajo dignas y, para aquellos alimentos que vienen de lejos, que sea de comercio justo.
La “democratización” de lo “bio” difícilmente llegará con su comercialización a través del supermercado, la gran distribución no es motor de cambio ni de justicia. Al contrario, sus ingentes beneficios se basan en el trabajo precario, el abuso medioambiental y la injusticia comercial. Hacer accesible el producto ecológico a la mayoría pasa por la implicación activa del Estado. Con el consumo ecológico ganamos todos: nuestra salud, el planeta, la economía local, los productores. De aquí que las instituciones públicas tienen que asumir responsabilidades, apoyando al sector, facilitando su producción y distribución, incorporando en sus dependencias y comedores dicho producto, sancionando las malas prácticas de la agroindustria y los supermercados y proporcionando desde la escuela una educación nutricional de la que hoy carecemos. La comida “bio” no es cosa de chetos, es cosa de todos.