Yo digo… Abandono de la cultura escrita

Por Fernando Peirone (*)

A comienzos de junio, un profesor de la materia Organización del Estado, después de repasar la unidad en donde habían trabajado los tipos de gobierno, dijo a la clase: “una posible pregunta de parcial sería: enumere qué tipos de gobiernos tuvo la Argentina en la década del ’70. Dé sus definiciones y describa sus respectivas características”.
Luego, dirigiéndose a una joven estudiante, preguntó: “¿te animás a decirnos qué tipos de gobierno tuvo nuestro país durante ese período?” La estudiante, después de unos segundos en los que pareció buscar el tono adecuado, le contestó: “a mí no me gusta la política, profe”.
El profesor puso especial atención en eludir el reproche y elaboró una respuesta: “Esa no puede ser la respuesta de una estudiante universitaria. Sobre todo, en un país donde hubo mucha gente que luchó y sigue luchando por la educación pública. Les voy a dar un ejemplo. Para que este edificio resulte confortable y puedan estudiar su carrera de forma gratuita, el Estado invierte mucho dinero que proviene de los aportes que hacen los contribuyentes. La posibilidad de que todos puedan ir a la universidad es una decisión política. Es una conquista frente a quienes piensan a la educación como una empresa y quieren someterla a la lógica del mercado. La política es el instrumento que tiene la población para discutir el país que quiere y la educación que se necesita para lograrlo”.

Cambio de matriz
Para alguien que, como este docente, nació en el siglo XX y que se formó bajo el influjo del positivismo y el espíritu de la ilustración, la respuesta de la estudiante posiblemente sea atribuida a la ignorancia. Para un militante de los 70, probablemente sea un emergente de “la falta de compromiso de los jóvenes actuales”. Para un libertario, tal vez sea un imperioso acto de “rebeldía contra la casta política”.
Pero: ¿si no fuera ninguna de esas cosas?
La expansión de la cultura audiovisual no es un fenómeno reciente. En los últimos 100 años dio lugar, entre otros hitos, al género cinematográfico, al lenguaje televisivo y a la cultura de los videoclips. Durante ese proceso se fue despojando de la linealidad y las categorías que subordinaban su narrativa a la cultura escrita, para empezar a desarrollar otras formas de representación simbólica, más específicas de su lenguaje. Hoy, la cultura audiovisual tiene entidad propia y se afianza incorporando una gran diversidad de recursos técnicos. Como consecuencia de ese proceso, no sólo se está reemplazando la matriz escritural de la narrativa social, sino que además se está desplazando al logocentrismo como la forma para contar, expresar y conocer; es decir: para construir sentido.
Para quienes fuimos formateados por la cultura moderna, este es un escenario que genera mucha inseguridad, porque implica vencer reflejos que tenemos condicionados por la cognición logocéntrica, donde todo conocimiento necesita ser confirmado y legitimado por las capacidades lógica, analítica, deductiva y explicativa que provee la razón.

Cultura audiovisual
La escritura es un gesto comunicacional que no sólo alinea signos y palabras, también organiza ideas y establece un orden que se proyecta en lo social. Conectar una palabra con otra es una manera de organizar el pensamiento a través de una linealidad que tiene un principio, un desarrollo y un fin.
Los géneros en que se fue desagregando la cultura escrita, funcionaron como cajas de resonancia de la narrativa universalizante, continua, etnocéntrica y patriarcal que identifica al orden logocéntrico. Pensemos, si no, en los efectos formativos de la tragedia, la comedia, los tratados filosóficos, la poesía, los documentos científicos, etc.
Por eso el desplazamiento de la cultura escrita a la audiovisual, donde convergen la hipertextualidad y otras formas narrativas, impacta en la vida cultural y política. Su gramática caotiza las referencias que durante 3.000 años organizaron la experiencia social.
La asimilación global de una narrativa fragmentada e inmediata como la actual, no sólo atenta contra el sustento lector en que se apoyan, sino en todas las referencias con que pensábamos y explicábamos la experiencia personal y social.
Volviendo a nuestra anécdota, tenemos por un lado la potencia argumentativa que asiste al profesor. Por el otro, a una joven que cuando le dice “no me gusta la política”, se infiere: “tu política me deja afuera. No tiene nada que ver conmigo, ni con mi vida, ni con mi futuro”. Estupor y coraje amparados en dos cosmovisiones que ya no comparten el mismo lenguaje.

(*) Miembro del Observatorio Interuniversitario de Sociedad, Tecnología y Educación (Oiste).