Estuvo al borde de la muerte por un fumigante. Ahora tiene una huerta y lucha por el cuidado de la tierra.
Por Nicolás Sotomayor
Al costado de la Ruta Provincial N°20, a unos 2.000 metros de camino de tierra, Tito abre la tranquera para entrar a un campo espacioso. En el medio se observa abandonada e intacta la fachada de una tradicional casa alamana, diseñada con un techo alto e inclinado para deslizar la nieve que, sin embargo, es un fenómeno meteorológico atípico por estos pagos. Sus abuelos fueron precisamente de los tantos alemanes del Volga que se asentaron en Entre Ríos y construyeron hogares como éste, que a su alrededor tiene varias plantas, unas ovejas, un caballo, unos pollitos enjaulados y dos perros mansos. Más allá, en el fondo del terreno, otra casa de grandes ventanales se encuentra pegada a una huerta. La casa y la huerta de Tito.
—Adelante, siéntese.
Viste de camisa a rayas horizontales, boina de costado. Sobre la mesa, la pava junto a un mate de lata y una pila de libros de cocina. Exhibe adrede los frascos de mermelada de zapallo y otros de escabeche de ganso. Todos con la etiqueta de “Remembranza”, como también dice un póster sobre la pared que muestra fotos suyas (en collage) trabajando en la huerta. Encima de un mueble se ubica el portarretrato de Eva Perón, la abanderada de los humildes.
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“Tito” es Rubén Schlotthauer. Nació hace 65 años en Basavilbaso y tiene 9 hijos. Fue trabajador ferroviario durante 20 años en Concordia y allí también estudió Administración de Empresas. Tras un prolongado desguace, Carlos Menem terminó por darle el golpe de gracia al sistema ferroviario en el inicio de las privatizaciones. Tito se quedó sin trabajo al igual que miles de argentinos pertenecientes a un sector de tanto prestigio en el pasado. Prosiguieron otro par de desdichas: primero, con parte de la indemnización, se compró un camión que lo manejó hasta que tuvo un accidente en Paraná; luego, entró a una empresa forestal y frutícola hasta que un incidente casi lo deja al borde de la muerte. En ese preciso instante empieza esta historia.
“Un día cometí un error. Me mandaron a buscar un tacho en un galpón para llevarlo a una quinta y se me rompió una manguera de riego para fumigar. Me mojé las manos, los pies. Más tarde me comí una naranja que saqué de la cámara de frío. Con el veneno y el ácido no sé qué se me habrá formado. Por la saliva me quemé la célula en el bulbo raquídeo”, dice Tito, que por entonces pesaba 108 kilos y dos meses después bajaba a 82 kilos, casi toda por la pérdida de masa muscular. El doctor le advirtió que, si le daba unos medicamentos, en tres o cuatro años “le iba a quemar algo en el organismo”. Le recomendó la alternativa de irse a vivir al campo, y que “nunca deje de caminar”. Tito se volvió a Basavilbaso, el pueblo de su infancia. Tito dice que se volvió para morir.
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—Empecé de cero. No tenía nada. Ni salud. Cavé un pedacito de tierra debajo de un árbol…
Los vecinos le empezaron a dar semillas. Hizo una fragua y usaba los clavos de vía para crear su primera pala de dientes y luego otras herramientas. Cocinaba con una salamandra. Limpió, cavó, armó canteros en su campo. Dos veces a la semana llevaba la verdura al pueblo para vender. “Y con eso vivía”, dice. Con las ganancias adquirió pollos y gallinas ponedoras. Luego se compró un auto y una bici, aunque siguió caminando lejos del frenesí de la ciudad.
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—¿Para usted qué es Remembranza?
—Es una cadena productiva-cultural basada en la fe. Era para recuperar la cultura del trabajo. Cada eslabón de la cadena tiene su beneficio en el proyecto, como sucede con los insumos, los abonos, los alimentos, y con un excedente que es vendible. Todo esto lo proyecto para mis hijos y nietos.
Prefiere la variedad antes que la cantidad. Vende bolsones en la ciudad. En sus huertas tiene berenjena, maíz, lechuga, acelga, remolacha, zapallos, zanahoria, brócoli, tomate, rúcula, ajo, papa. Y sigue la lista variopinta. Con “Remembranza” (disponible en Facebook) les dio su valor agregado para crear diversos productos. Hace escabeche, dulces, tartas, empanadas.
Tito utiliza la agroecología a pequeña escala. Él le suma su creencia cristiana. Ora a la mañana y antes de dormir. “Y las ideas me salen solas”, dice. Su actividad diaria es un pequeño gran aporte contra un sistema dominante de soja transgénica, fertilizantes y pesticidas; una agricultura industrial que tuvo el cobijo de gobiernos, multinacionales y hasta del ámbito académico desde la década del 60. Provoca dependencia, pérdidas y daños graves. “Todos querían vivir de Monsanto” o “no se sacan el glifosato de la cabeza”, dice el campesino de Basavilbaso durante la charla.
La agricultura industrial (agro-negocio) no puede alimentar el mundo pese a que se impuso bajo ese poder de productividad. Según datos de la Federación Internacional de los Movimientos de Agricultura Biológica (IFOAM), son 780 millones de personas que padecen inseguridad alimentaria, 1.000 millones reciben calorías vacías y sufren déficit nutricionales y la mayoría ellos son pequeños agricultores del sur del mundo; el 70% de los alimentos proceden de pequeños agricultores y sólo el 30 % del agro-negocio.
“Hay algo que me golpea en lo profundo: la pobreza. Vi con mis propios ojos a los chicos comiendo del basural, a las juventudes maltratadas mientras trabajan en las quintas. Vi el deterioro de la sociedad”, expresa Rubén Schlotthauer, en el único momentos que muestra sus ojos humedecidos.
Por otra parte, según un estudio Organic agriculture and food security, 1,9 millones de agricultores en el mundo trabajan 2.000 millones de hectáreas y con muy poco a disposición, por lo que usando técnicas ecológicas podrían duplicar su producción.
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Para revertir el panorama tal vez sea conveniente un cambio de paradigma a través de la agroecología. Para llevarla adelante se debe respetar y aprovechar los saberes tradicionales de cada pueblo —o de cada Tito— e innovando de acuerdo a los nuevos tiempos.
Tito recibió a empleados del INTA para avanzar en proyectos que finalmente quedaron truncos. Pese a ello, el organismo le compró bidones de abono líquido. También recurre a la Banca Ciudadana de la Municipalidad para exponer sobre cuestiones de la temática. En los últimos años, en Basavilbaso publicó una Ordenanza para mantener una distancia entre la línea urbana y las áreas fumigables. A su vez, conserva el orgullo de haber dado una charla en la Facultad de Agronomía; allí estaba presente Eduardo Cerdá, flamante director nacional de Agroecología, un ente inédito en el país. El ahora funcionario felicitó a Tito por sus conceptos. “Fue Dios el que habló”, cree Tito, y añade: “Que me hayan felicitado es un honor, apenas soy un humilde campesino”.
¿Se puede cambiar la matriz productiva del campo? Parece que sí. Al menos hay otra forma de producir, alimentarse y cuidar a la naturaleza. “Esta es mi vida. Es lo que hago hace 15 años”, concluye Tito. Saluda a LA CALLE e insta a que difundamos su modelo productivo, cuyo correlato objetivo se traduce en la sana empatía.










