Por Pablo Perantuono
Una vez más, los argentinos asistimos al despliegue de una de nuestras faenas culturales más arraigadas y excesivas: la construcción de una enorme catedral de ilusión mundialista, anhelo cuyo tamaño no se explica solo por el hecho de ser una nación adicta al fútbol y de contar, esta vez, con un equipo competitivo y con una estrella inigualable (Lionel Messi), sino también por nuestra vocación por concentrar en esas citas un potaje de ilusiones cercano a la desesperación, como si solo fuera posible la victoria para conservar no ya la felicidad, sino la pura existencia, como si no hubiera otra manera de atravesar esa experiencia si no es ardiendo de pasión.
Convergen para que esto ocurra una serie de factores colectivos e individuales que sería ocioso enumerar, por inaprensibles o relativos, imprecisos y hasta infinitos. Pero además de haber sido campeón dos veces y de contar con cracks legendarios, no hay duda de que ese comportamiento es un reflejo implacable de nuestro carácter como sociedad, como si todo el Mundial —desde el primer partido— fuera una epopeya agónica y sublime, un episodio dramático en el que todo vale, en el que solo se puede vivir “a lo Calamaro del 99”.
Racistas e hiperbólicos
Hace unos días, en el marco del relanzamiento de su disco doble Honestidad brutal, Andrés Calamaro, 23 años después, reflexionaba sobre la desmesura de aquel trabajo hemorrágico y excelso que bien puede sintetizarse en dos cifras relacionadas a él: 37 canciones grabadas en nueve apocalípticos meses; 57 kilos que terminó pesando al finalizarlo. En el medio, la peripecia sangrante de un artista en vena que solo podía atravesar el desierto quemándose la piel. Una exégesis de la pasión argentina, irracional e inolvidable.
Ese tipo de exageración individual y social, rayana con el disparate, se manifiesta hoy en la televisión, radio y plataformas locales, de la que emerge una cabalgata ingente de publicidades —no exentas de talento— que humedece nuestra cotidianidad y que inflama los corazones nacionales —nos pone “manija”—, convirtiendo a la selección de Scaloni en el unívoco tema nacional, por encima de la inflación o los desmanejos de la justicia.
Nada importa al momento de rodar la pelota. No importa la crisis económica, siempre interpretada como terminal o abrumadora tanto puertas adentro como en el exterior, a esta altura casi una forma de vida en la Argentina. Sorprende desde afuera, claro, que viajen, según la AFIP (el ente recaudador de impuestos), cerca de 40.000 argentinos a Qatar, un destino que no es de los más económicos, ni de los más cómodos. Sin embargo, allí estará el público argentino para conformar, muy probablemente, la hinchada más numerosa e intensa, a caballo de sus cantos ingeniosos, racistas e hiperbólicos.
Fue apenas un error
Pero, además de la crisis económica, al momento de viajar tampoco importa —menos aún— que Qatar sea un país medieval en términos de libertades individuales —sobre todo, para mujeres y minorías—, y que haya sido designada sede en 2010 cuando en aquel entonces rankeaba en el último lugar como candidato, en una elección arbitraria y poco limpia, sospechada de haber ocurrido como consecuencia de retornos a los altos directivos de las federaciones nacionales que conforman el Comité Ejecutivo de la FIFA. Esa dudosa designación, sumada a su historial de decisiones antojadizas, disparó el FIFAgate, la rocambolesca investigación iniciada por el FBI —recordemos que Estados Unidos era candidato a ser sede y perdió—, y que terminó con varios dirigentes de América Latina y del Tercer Mundo expulsados del paraíso de la organización. De todas formas, aun cuando quedaron bajo sospecha los manejos turbios de la FIFA, el escándalo no alcanzó para revocar la elección de Qatar, como tampoco alcanzó para desplazar a los directivos de las naciones europeas, algunos de ellos sospechados de corrupción y de haber vendido su voto. En una entrevista reciente a un medio de su país, el expresidente de la FIFA, el suizo Jossep Blater, que debió renunciar como consecuencia de esa investigación, dijo que la elección de Qatar había sido un error. Si bien sorprendió al mundo, ese tipo de declaraciones de Blatter no fueron reveladoras, ya que el suizo siempre se opuso a la elección del país árabe como sede.