
Muchos observadores están destacando los riesgos inflacionarios de una segunda administración de Donald Trump. Hay cuatro riesgos inflacionarios adicionales asociados con otra administración Trump. El primero es un endurecimiento de las normas de inmigración: a medida que la población estadounidense envejece, la fuerza laboral se contrae, una tendencia que, en el contexto de un mercado laboral ajustado, ejercerá una mayor presión al alza sobre los salarios. Segundo, una segunda administración Trump probablemente ejercería poca disciplina fiscal: implementaría, por ejemplo, recortes de impuestos no financiados para corporaciones y multimillonarios; esto podría aumentar las expectativas inflacionarias y posiblemente incluso conducir a un exceso de demanda agregada. Tercero, una administración Trump casi con certeza abandonaría la política antimonopolio de Joe Biden, dando efectivamente a las corporaciones vía libre para aumentar los precios. Por último, la probable interferencia de Trump con la Reserva Federal de Estados Unidos podría asustar a los mercados, lo que nuevamente conduciría a mayores expectativas inflacionarias.
Existe un riesgo real de que esto ocurra no solo en EE.UU. sino en todo el continente Americano, lo que afectará profundamente a los países más endeudados.
Las narrativas erróneas y manipuladoras del populismo autoritario de la derecha han distorsionado y convertido en arma al concepto de “libertad”.
La libertad consiste en lo que uno puede elegir hacer. Pero una persona muy pobre –alguien que no puede conseguir comida ni vivienda y que tiene pocas o ninguna oportunidad económica– no tiene opciones reales; debe hacer lo que sea necesario para sobrevivir.
Las ideas de derecha surgidas de esas usinas ideológicas hacen caso omiso de esta realidad y, en cambio, promueven el mito de que, sin importar la situación, uno puede simplemente “salir adelante por sus propios medios”. Olvidan que la libertad de una persona puede afectar a la de otra. La libertad de unos es privación de libertad para otros, o como dijo Isaiah Berlin: “La libertad de los lobos a menudo ha significado la muerte de las ovejas”. Una sociedad debe equilibrar cuidadosamente las libertades de diferentes personas o grupos.
De la misma manera, imponer ciertas restricciones a algunas personas puede, en ocasiones, ampliar la libertad de todos. Pensemos en los semáforos: al permitirnos evitar los atascos, esta restricción (o “regulación”) de nuestro movimiento en realidad amplía la libertad de movimiento de todos, incluidos aquellos que podrían sentir que los semáforos representan una privación de la libertad individual.
Gobierno, medios y redes
Es necesario abordar la lucha contra la creciente concentración de poder del mercado. Asumir que la “coerción” de algunos medios de comunicación, cada vez más oligopólicos, moldean las creencias de las personas, limitan sus opciones. En ese sentido el rol de las de las redes sociales que están jugando las redes sociales e tan innegable como pernicioso.
Tiene que haber algún tipo de rendición de cuentas; otorgar a las plataformas de redes sociales inmunidad frente a la responsabilidad fue un gran error. En aquel momento, el argumento era que las redes sociales eran una industria “incipiente” y necesitaban espacio para crecer sin restricciones excesivas o incluso una rendición de cuentas adecuada. Eso ya no es defendible. Necesitaremos regulación. La Ley de Servicios Digitales de Europa fue un paso en la dirección correcta, pero ni siquiera eso es suficiente.
Al mismo tiempo, los gobiernos deberían brindar apoyo a los medios de comunicación, ya que, después de todo, estos proporcionan un bien público y, inevitablemente, en los mercados privados hay escasez de bienes públicos.
Después de todo y contra lo que sostienen el ideario libertario, no toda coerción es mala, ni debe ser vista como la antítesis de la libertad. De hecho, hay muchos casos en los que las acciones gubernamentales que parecen coercitivas en realidad aumentan el conjunto de opciones para todos o la mayoría de las personas, incluyendo la provisión de bienes públicos y la habilitación de la coordinación. El ejemplo del semáforo ofrece una forma sencilla de entender dicha coordinación, pero hay innumerables otros ejemplos de este principio general, incluso a escala global.
Reimaginar el sistema económico
Tal vez no estaría escribiendo esto hoy si no fuera por las vacunas de ARN mensajero contra el Covid-19 que se desarrollaron rápidamente durante la pandemia. El dinero de los gobiernos financió no solo la plataforma para estas vacunas, sino también una parte sustancial del trabajo que se necesitó para llevarlas al mercado. Pero para que los gobiernos puedan financiar esos bienes públicos, tienen que recaudar impuestos.
Los impuestos son, por definición, coercitivos, pero el dinero que yo y otros nos hemos visto obligados a pagar ha financiado investigaciones gubernamentales que han mejorado nuestra libertad quizás de la manera más fundamental posible: nos ha dado la libertad de vivir.
Si en algo hay consenso entre los principales pensadores y expertos de todas las ramas de las ciencias es que vivimos en un mundo en el que impera la desigualdad. Y en el que urge reimaginar un sistema económico y político que no sólo ofrezca eficiencia, equidad y sostenibilidad, sino también valores morales.
El neoliberalismo fracasó. Lo sabemos porque durante su reinado el crecimiento fue menor y la desigualdad mayor. A fuerza de frustración y postergaciones una gran (y creciente) proporción de la población parece entender que esta ideología es en gran parte responsable de nuestros problemas actuales.
Pero, lamentablemente, los procesos políticos tampoco son necesariamente autocorrectivos. En muchos lugares los votantes han reaccionado al fracaso de las políticas de “centroderecha” moviéndose hacia la extrema derecha, lo que sólo agravará nuestros problemas al dar a las corporaciones más poder –más libertad– a expensas de los trabajadores y los consumidores.
Pero los pequeños ajustes al marco neoliberal no bastarán y las revoluciones normalmente no terminan bien. Debemos presionar por un cambio tan grande como nuestro sistema democrático lo permita –un cambio tan radical como, por ejemplo, el New Deal en los Estados Unidos.
Una nueva agenda
Se necesitan una serie de reformas como las promulgadas bajo el presidente Franklin Delano Roosevelt, que puso a EE.UU. en un rumbo fundamentalmente nuevo, en el que el gobierno asumió una mayor responsabilidad por la estabilidad macroeconómica y el bienestar de los ciudadanos (por ejemplo, a través de la seguridad social). Sin embargo, eso fue hace casi un siglo, y el mundo ha cambiado. Lo que antes era una economía agraria, antes de convertirse en una economía manufacturera, es ahora una economía basada en los servicios y el conocimiento. El equilibrio económico mundial del poder ha cambiado, y el entorno geopolítico es diferente del que era incluso hace unos años. Mientras tanto, nos enfrentamos a una crisis climática mientras confrontamos nuestros límites planetarios. Y, fundamentalmente, ahora tenemos una mejor comprensión de lo que requiere el bienestar humano y lo que hace que una economía funcione mejor.
Una nueva agenda de políticas debe guiarse por algunos principios clave. En primer lugar, necesitamos una rica ecología de acuerdos institucionales, que incluya empresas con fines de lucro y organizaciones sin fines de lucro (incluidas las ONG), y mecanismos para la acción colectiva (por ejemplo, sindicatos, cooperativas y demandas colectivas). Los gobiernos, en múltiples niveles, deben participar en la regulación, la tributación y la inversión pública.
La agenda debe reflejar una profunda conciencia de cómo estas instituciones nos moldean y de sus consecuencias sociales más amplias. Debe demostrar sensibilidad hacia las relaciones de poder, hacia las formas en que las diferentes instituciones pueden servir como parte de un sistema de controles y equilibrios sociales, y hacia cómo la desigualdad de la riqueza se traduce en desigualdad política.
Por último, debemos reconocer que lo que importa no es el PIB –es decir, la producción y acumulación de bienes y servicios– sino el bienestar individual y social, definido en sentido amplio. Por lo tanto, es esencial comprender las formas en que los diferentes acuerdos económicos, sociales y políticos afectan el bienestar.
(*) Premio Nobel de Economía y catedrático de la Universidad de Columbia, es ex economista jefe del Banco Mundial (1997-2000). Copresidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional.
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