Pichuco, viviendo estado de poesía

Por Marcelo Sgalia. Redacción de LA CALLE.

El sábado se posa en la ventana. Con su garúa, es gris, tanguero. La ñata contra el vidrio, alumbrada por la luz del almacén y las lunas suburbanas. Se asoma Pichuco, el bandoneón mayor de Buenos Aires. Dijeron el último jueves que Aníbal Troilo cumplió un nuevo aniversario de su partida: el 18 de mayo del ’75, a los 60 años. El sábado dice que no murió. Justo él que llegó para ponerle música a las letras de Manzi, Cátulo y Cadícamo. Justo ese bandoneón que rezongó para que canten mejor Fiorentino, Floreal Ruiz y Roberto Rufino. Justo él que inventó las estrellas con el Polaco, Edmundo y Tito Reyes.

La púa baja, suave, y acaricia el alma de la música. Se llena el aire desde ese fuelle que chamuya bajito. El Gordo abraza el bandoneón, ese que él mismo confesó que “usó de almohada”. Lo hace como aquel sábado de finales de los años ’50 cuando llegó para tocar en los populares bailes del club Echagüe de Paraná. Sí, ese día que llegó a la capital entrerriana con su orquesta y los cantores, un tal Polaco Goyeneche y Ángel Cárdenas.

Por esos años los bailes de los sábados a la noche en los clubes eran una maravillosa expresión popular. Era el amor que nacía un sábado y se hacía esperar hasta el próximo; en esas milongas donde dos cuerpos jugaban a no pisarse los pies, a contarse historias al oído mientras la música los hacía bailar bajo las estrellas o los techos de los clubes. Aquellos bailes que formaron familias, robando un beso una semana y soñando hasta la que viene con el siguiente.

A finales de los años ’50 para traer un número fuerte, los clubes en la provincia se juntaban para poder pagarlo. Una de esas veces fue aquel sábado de hace unos 70 años. Pichuco llegó a Paraná y se desató una lluvia torrencial. El baile debió suspenderse. La gente lo esperaba, pero las condiciones eran inviables. Los organizadores le solicitaron a Pichuco si debido al esfuerzo que habían hecho para traerlo y la gente que lo aclamaba podía quedarse y tocar el domingo, posponer su estadía en Paraná. La respuesta de Troilo lo pinta de cuerpo y alma: “No hay ningún problema, arreglen el alojamiento de los músicos, organicen ahora una cena. Tocamos esta noche para ustedes y mañana para la gente”.

José Luis Freyre, ex conductor durante décadas en su Gualeguay natal de un conocido programa de tangos, así como también en otro ciclo en la Radio de la UNER de nuestra ciudad, me lo contó ayer de mañana: “Escuché las anécdotas de eso contadas por el mismo presidente del club, en BH de Gualeguay. Pichuco Troilo fue uno de los más grandes, tenía la P de Pueblo y la T de Tango”, me cuenta Pepe, que de esto tiene una vida al lado.

Me acuerdo cuando a Emilio Balcarce le pidieron que defina a Troilo: “Era el Gordo bueno”. O lo que señaló una vez Horacio Ferrer: “Pichuco era pura sabiduría, pero lo mejor era que tenía ese don de buena gente”.

El bandoneón que usaba hasta de almohada lo escuchó tocar en los bares de su barrio. A los 10 años, dos después de la muerte de su padre, convenció a su madre para que le comprara el primero, con el que tocó casi toda su vida. A los 11 (en 1925) hizo su primera actuación en un bar pegado al Mercado de Abasto. A los 14 ya había formado un quinteto.

La muerte de su mejor amigo, el poeta Homero Manzi le produjo una profunda depresión que duró más de un año. En su memoria compuso el tango Responso y en 1971 inauguró la plaza que lo recuerda. “Ese día se me fue un hermano, no un amigo. Con él se me fue la mitad de mi corazón”, señaló veinte años después.

Quienes conocieron a Pichuco también saben que le gustaba cantar y recitar, además de su bandoneón, la dirección de orquestas y la composición. Decía que «no se trata de ser poeta, sino de vivir en estado de poesía». Su música, sus orquestas, los cantores que descubrió, las escenas de películas, las actuaciones en teatros y televisión. Sus noches con Salgán, Sassone, el gran Astor Piazzolla, Discépolo, el Polaco y Rivero. La gente ovacionándolo de pie.

“Mi barrio era así, así… Es decir, qué sé yo si era así. Pero yo me lo acuerdo así. Con Yacumín, el carbuña de la esquina que tenía las hornallas llenas de hollín y que jugaba siempre de jas izquierdo, al lado mío, siempre, siempre. Tal vez pa’ estar más cerca de mi corazón…”, recita Pichuco.

Vuelvo a mirar en la ventana. El otoño empuja las hojas que le arranca a los árboles. Miro para el cielo gris. El bandoneón me lleva hasta un quinto piso en Flores. Hasta ese ventanal de una esquina de Buenos Aires, donde justo se cruzan Malvinas Argentinas y Ramón Falcón, a una cuadra de la Avenida Rivadavia al 6100. Aparece Pichuco y mi abuelo Osvaldo –el más bueno que yo conocí–, admirador de su música, sentado en el sillón, al lado del tocadiscos y de esa ventana. Emocionado, vuelvo a abrir los ojos y la garúa se acentúa con sus púas en mi corazón.

“Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo? ¿pero cuándo? Si siempre estoy llegando. Y si una vez me olvidé, las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja, titilando, como si fueran manos amigas me dijeron: Gordo… Gordo, quédate aquí, quédate aquí”.