Por Pablo Perantuono
“La primera vez que Palito enfrentó a un fotógrafo —contó Leo Vanés, su exagente de prensa— no hubo manera de hacerlo sonreír. Utilizamos el viejo recurso de los ingleses, enseñándole a pronunciar la palabra cheese, pero ni así vimos dibujarse una sonrisa aceptable en la cara. Entonces pensé que lo mejor era exhibirlo tal como era, con su gesto triste y medio de desamparo. Al ver las primeras placas, me di cuenta de que no hacía falta nada más. Quedaban mejor las cosas con su languidez que con su falsa expresión de alegría”.
En el momento en que Vanés, unos de sus tempranos promotores, relató aquel episodio, Ramón Bautista “Palito” Ortega tenía 23 años y ya era un ídolo de masas. Sorprendidos ante su arrasador éxito, los medios y parte de la opinión pública se asombraban de que las chicas aullaran por él, y se preguntaban cuál era su gracia o su talento irresistible, habida cuenta de su sobrio vestuario, su seriedad de monaguillo o las austeras trepanaciones de su voz. Por entonces, de acuerdo a un artículo de marzo de 1964 de la revista Confirmado, sin firma pero adjudicado al periodista Enrique Raab, Ortega, producto de su precipitada tarea laboral, dormía entre tres y cuatro horas por día, ganaba unos 650.000 pesos mensuales (unos 5.000 dólares de entonces, cerca de 35.000 actuales) y, sólo en esa semana, había aparecido en la portada de dos revistas de tirada nacional. Su figura, una paradójica síntesis de rebeldía taciturna y sueño pop, comenzaba a despertar clamores y palpitaciones. Era el tema de conversación de la televisión y de la calle. “La gente parece negarse a hablar de otra cosa —se lee en el artículo, considerado una pieza de antología del periodismo narrativo—, a ver otra cosa, a bailar otra cosa, como si fuera un Sol obsesivo, copernicano, que diese vueltas alrededor de una minúscula Tierra”.
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Lo que Confirmado —o Raab— estaba describiendo era uno de esos hitos que sólo el tiempo puede ubicar en su justa medida, porque cargan no sólo con el acento de lo nuevo, sino con el tono de lo revolucionario. Estaba naciendo la cultura juvenil como categoría sociológica y con ello irrumpía una nueva manera de expresarse, de sentir y, por supuesto, de consumir. El placer ya no les pertenecía solo a las clases acomodadas, sino que era ofrecido a través de la radio o de un artefacto que, como la heladera o el sofá, comenzaba a estar en muchos hogares, la TV. Estaba cambiando el mundo.
En tiempos de reinado universal de Elvis Presley, gracias a hits como “Sabor a nada” o “Despeinada”, Ortega estaba erigiéndose en El Rey de la canción en la Argentina y en buena parte de Latinoamérica. Integraba aquel movimiento que se dio en llamar “la nueva ola”, estertor musical de imprecisas raíces baladístico-rockeras, o twisteras, del que fue su factótum e indiscutida figura. Aquel año, solo del álbum “Decí por qué no querés” llevaba vendidas 100.000 copias, alcanzando el disco de oro. Junto a una constelación de nuevos talentos, entre los que se encontraban Chico Novarro, Johnny Tedesco, Raúl Lavié, y Violeta Rivas, Palito estaba transformando el paisaje musical vernáculo. “¿Hasta qué punto son una manifestación popular? ¿Hasta qué punto constituyen una mera manía, un rapto de histeria que perderá en poco tiempo su potencia aluvional? —se preguntaba, dudando, Confirmado— Este oleaje que parece ingobernable no se mueve nunca por sí solo: hay muchos vientos detrás de él que están agitándolo”.
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Sesenta años después, Ortega es sin duda uno de los mayores hacedores de canciones del mundo hispano. En todo este tiempo, un tiempo que alberga las cimas y las pendientes de una vida extraordinaria, fueron cientos los vientos que, efectivamente, se agitaron detrás suyo, pero hay cosas que parecen estar intactas. Una es su cabellera imperial, guiada por un calendario propio. Otra es su condición atlética —sigue flaco y ágil— o su acento, que arrastra el sedimento inapelable de su origen. Después, o antes, lo que se impone es su mirada, una mirada nativa en cuya profundidad palpita una melancolía milenaria, inmóvil y opaca como los cerros que serpentean Tucumán.
Además de su look impecable —saco y pantalón azul oscuros, remera Armani al tono—, lo que emerge claro es su sobria calidez, su decir coloquial y educado —no pronunciará un solo insulto— y la misma amable languidez que describía Vanés allá por 1964, cuando su historia y su mito de origen, la de ser un inmigrante norteño llegado solo a la gran ciudad, generaba tanta admiración como sus composiciones.
¿Qué es sino un impulso atávico lo que lleva a un adolescente de 16 años de un pueblo minúsculo (Lules) de una provincia (Tucumán) a subirse a un tren para descender lejos, en Buenos Aires? ¿Qué es eso sino un instinto animal lo que lo hace escapar, cambiar de piel, tomar el destino por las solapas y ponerlo de espaldas, dominarlo? ¿Qué es sino una intuición descabellada lo que lo empuja a ponerse a cantar algo que todavía nadie llamó canción, a inventarse un mundo que ni el mundo dijo que es mundo?
Porque eso es lo que hace el joven Ramón: atravesar la plaza de su pueblo, despedirse de sus vecinos, que lo saluden, que le deseen suerte, pero que, también, alguno le augure un regreso inmediato, porque solo es posible el fracaso, porque no hay quimera asequible en el arte cuando se es pobre y morocho y lejano. “Voy a volver, sí”, le responde, “pero cuando lo haga vas a tener que pagar entrada”.
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Pero, además de intuiciones, su vida, sobre todo al comienzo, está plagada de hitos que parecen cinematográficos, decisiones en apariencia azarosas que lo que determinan, finalmente, es un destino extraordinario. A los 81 años, son cosas sugestivas que se sigue preguntando, pero no alcanza a encontrar una explicación.
“Sí, creo que predije mi vida en algunas cosas trascendentes, como una vez que trabajaba de ayudante de una orquesta. Ni siquiera subía a cantar, era lo que hoy se llama un ‘plomo’. Andábamos de gira por Chile. Yo armaba la batería y el baterista era un tipo muy especial. Entonces de un pueblo a otro, yo cantaba fuerte, no tenía ningún complejo. Y este muchacho era un fan de Sinatra y se había comprado un radiograbador, donde ponía un casete de Sinatra. Un día viajábamos en el micro de gira. Él iba atrás mío, y se para y grita: ‘todos los que pretenden cantar deberían escuchar 10 horas por día a Frank Sinatra’. Yo sentí que era para mí el mensaje. Entonces me paré y muy serenamente le dije: ‘Juan Carlos, veo que te gusta mucho Sinatra, te prometo que un día te lo voy a presentar…”.
Cuando Palito trajo a Sinatra en 1981 para que actuara por única vez en Argentina quiso avisarle al batero había fallecido.
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Esa actitud, la de no sucumbir ante los aullidos extorsivos de la victimización, forma parte del entramado de atributos de Palito, es otra estación de su explosivo camino a la fama. A lo largo de su carrera, alimentada con el combustible de la tenacidad y el amor propio —y también de la memoria—, fueron varias las voces críticas hacia su figura o hacia lo que él proyectaba, cualquiera fuese esa percepción ajena. Había resistencias dichas y otras no dichas. Entre las segundas, aparecía su origen humilde y norteño, difícil de digerir para las elites: entre otras cosas, su peripecia condensaba también la movilidad social ascendente de la que el peronismo, una década antes de su llegada a la gran ciudad, había hecho un orgullo político.
A la distancia, podría decirse que la candidez de las composiciones de Palito era proporcional a la ingenuidad con la que buena parte del progresismo tomaba su ascenso y auge. Hasta tal punto llegó ese maniqueísmo que ese mismo año (1965) se estrenó “Pajarito Gómez”, una película de Rodolfo Kuhn que recrea la irrupción y caída de un cantante joven de provincias, claramente inspirado en Ortega. El film, que fue un éxito de crítica, es un alegato en contra del sistema y de su capacidad para concebir e instalar figuras como si fueran productos, en detrimento del personaje central, Pajarito, cuyo temperamento esconde una oscuridad que debe ser metamorfoseada. Ortega, en cambio, siempre repitió que una de las razones de su éxito era que se mostraba tal cual era, sencillo y familiar. Lo decía en 1965 y lo repite hoy, tomando café, en 2022.