El dramaturgo y director fue uno de los hombres de teatro más influyentes de la centuria pasada. Conocido como el creador del grotesco criollo, falleció el 8 de enero de 1971.
El siglo XX enalteció dos veces a la Argentina con el apellido Discépolo y los nombres sustanciales de Armando y Enrique Santos; el primero, dramaturgo, director teatral y de radioteatros y conocido como el creador del grotesco criollo, falleció el 8 de enero de 1971, hace medio siglo. Uno de los hombres de teatro más influyentes de la centuria pasada, nació en Buenos Aires el 18 de septiembre de 1887, tuvo cinco hermanos y era hijo de un músico napolitano, Santo Discépolo, que tuvo un cartel en su tierra que, por destino o incomprensión del medio, jamás pudo revalidar en estas playas. Santo falleció muy joven, herido por el fracaso -un bosquejo de su situación se puede observar en la desesperada «Stéfano»- y como era costumbre en la inmigración italiana, el hijo mayor se transformaba en cabeza de familia, casi siempre con conflictos.
Eso sucedió entre Armando y Enrique Santos -luego ‘Discepolín’-, 14 años menor y quien siempre sintió el peso de ese rigor fraternal, en un contrapunto que hasta incluyó notorias diferencias políticas, celos, talentos que entrechocaban y algunas sorprendentes colaboraciones. Frenético lector y autodidacta, Armando abandonó antes de finalizar la escuela primaria, tuvo varios trabajos de ocasión y a los 18, en 1905, año de la muerte de su padre, decidió que lo suyo iba a ser el teatro: fundó la Compañía Teatral de Aficionados, estrenó más de 30 obras y se consagró como el dramaturgo que dio la primera identidad al teatro argentino. Lo suyo no era el afán de figurar y ni siquiera ganar dinero: aborrecía lo que veía en los escenarios porteños, salvo las obras de Florencio Sánchez o Francisco Defilippis Novoa, y se afanó por crear un teatro nuevo, distinto a los sainetes producidos como copias de otros sainetes y a las «variedades» que atiborraban la mayoría de las salas con intérpretes de escasa formación. Por entonces los escenarios estaban ocupados por zarzuelas y sainetes criollos que emulaban al sainete español que había sido muy popular en la segunda mitad del siglo XIX y si bien hasta los modos de actuación eran arcaicos, tampoco sobrepasaban el chiste grueso ni evaluaban los aportes de la inmigración, por entonces en auge. La mayoría de esas obras se desarrollaba en el patio de los conventillos, donde los «tanos», «gallegos», «turcos», «rusos» -por judíos-, provincianitas ingenuas y «madames» afrancesadas repetían latiguillos que el público festejaba y hacía suyos por identificación. Pero faltaba lo social: a la diversión había que agregarle gajos de presente y de circunstancia y para ello aparecieron autores como Alberto Novión, Carlos María Pacheco, Pablo E. Pico y Alberto Vacarezza, que agregaron el apunte social, la confusión de las lenguas y un toque dramático que diera veracidad al asunto.