El 4 de julio de 2010, dos policías patrullaban la ciudad de Diamante. Marcelo Zárate, de 44 años de edad, y Alejandro Muñoz, de 23, fueron asesinados en medio de un simple operativo de rutina.
Eran alrededor de las 03:00Hs. de la madrugada cuando dos uniformados que se encontraban recorriendo la tranquila noche del sábado se toparon con un desconocido a unos 150 metros de la Jefatura Departamental, en el pleno centro de la Ciudad Blanca. Un sujeto que portaba un bolso deportivo y se dirigía en dirección contraria por calle Eva Perón les llamó la atención y decidieron identificarlo. Ignoraban que se trataba de Rubén Ricardo Ferreyra, alias “Chueco”, un diamantino que había emigrado de chico a Rosario y que esa misma noche había llegado a su pueblo con la intención de radicarse, escapando del círculo de amistades peligrosas con las que había roto poco antes y que conformaban un sector de la barrabrava de Newell’s Old Boys.
A los policías no debió de parecérseles un sujeto peligroso, de lo contrario hubieran actuado con mayor cautela. Zárate, quien conducía el patrullero estacionó frente a una casa de velatorios y llamó al desconocido quien cruzó la calle y se acercó mansamente al vehículo. El hombre accedió a dar su nombre, el verdadero, como así también su última dirección, la casa de su padre en el barrio rosarino de Las Flores. El oficial anotó esos datos en una libretita, la guardó en el bolsillo de su pantalón, pero motivado tal vez por una intuición profesional le pidió que mostrara lo que llevaba en el bolso. Entonces, Ferreya extrajo una pistola 9mm de su cintura y le disparó dos veces a quemarropa. Su compañero saltó del patrullero, pero no alcanzó a ponerse de pie cuando también recibió dos disparos letales. Ninguna de las dos víctimas portaba su arma, las que quedaron en el interior del auto. Zárate cayó herido de muerte sobre la vereda, Muñoz casi encima suyo, entre el cordón de la calzada y el neumático derecho del patrullero. El atacante, corrió hacia la esquina más cercana, dobló hacia la izquierda y se perdió amparado en la sombra de los árboles de calle Dasso. Pero el fugitivo dejó el bolso con algunas pertenencias que más tarde serían claves para su identificación. También contenía lo que debió originar su reacción homicida: un ladrillo de marihuana.
El joven Muñoz agonizaba cuando dos compañeros que se encontraban de guardia en la Jefatura fueron alertados del hecho por unas jóvenes que circulaban en moto por el lugar y corrieron en su auxilio. Una oficial dijo que antes de morir alcanzó a decirle que el autor del ataque había sido “el rosarino”, en referencia a otro joven de apellido Rojas detenido el día anterior por un intento de arrebato y que había sido liberado la misma tarde del incidente mortal.
Con este testimonio, la policía busco al “rosarino” Mauro Rojas, a quien atraparon en casa de su hermana a pocas cuadras de la plaza principal. La policía creyó tener resuelto el caso, incluso a las pocas horas el ministro de Gobierno, Adán Bahl, se expresó en ese sentido. Pero el juez Jorge Barbagelata Xavier, había tomado declaración esa madrugada a varios testigos y tenía la sospecha de que el homicida era otro. Un indicio más se sumó a su hipótesis, cuando el examen de dermotest practicado al detenido Rojas dio negativo. Además, dos jovencitas que iban caminando a un boliche cercano se habían cruzado esa madrugada, a unas dos cuadras del lugar, con un sujeto que corría con una mano en la cintura como sujetando algo para que no se le cayera. El desconocido, al acercarse a ellas, intentó mostrarse sereno y las saludó con una falsa cortesía. “Nos dio miedo el solo verlo”, le dijeron al juez. También le contaron que tenía una mirada rara y que le faltaban uno o quizá los dos dientes incisivos superiores. Rojas, que para entonces se encontraba detenido como el presunto asesino, tenía en cambio una dentadura poco menos que perfecta. Tampoco su pelo, la tez y otros datos personales coincidían con el descripto por las chicas.
El “otro” rosarino
De golpe, los investigadores pasaron de tener el caso prácticamente resuelto, a encontrarse con las manos vacías. Luego apareció en la agenda del cabo Zárate, el nombre de otro “rosarino”, el verdadero autor. Se trataba de Rubén Ricardo el “Chueco” o el “Oreja”, quien también solía utilizar el nombre falso de Alejandro Maluh, con el apodo del “Porteño”.
Fue la propia madre del fugitivo, localizada en Diamante por la policía, quien manifestó que el bolso era el que llevaba su hijo y la foto que tenía en él era la de los hermanos del “Chueco” y que ella misma se la había dado, porque él se la pidió para recordarlos, ya que ellos le negaron albergue cuando apareció por allí, dada su forma de vida fuera de la ley.
Rubén Ricardo Ferreyra recién fue atrapado tres días más tarde en una isla frente a la ciudad. El mismo pescador que aceptó trasladarlo hacia ese lugar fue quien lo delató. Pero cuando fue capturado por la Prefectura y personal de Abigeato, que por orden del juez seguía esa pista, totalmente distinta a la que ofrecían los investigadores, los policías de Diamante y las propias autoridades políticas a quienes solo les importaba “resolver el caso” a como diera lugar, por temor a tener que enfrentar una poblada. Es más, el domingo, a las pocas horas del asesinato, el intendente, el secretario de gobierno municipal y casi todos los funcionarios municipales se sumaron a una protesta frente a la sede judicial para repudiar a Barbagelata Xavier, a quien acusaban de haber “soltado” a Rojas, horas antes de que mataran a Zárate y Muñoz. No solo alimentaban la teoría de que Rojas era el matador, pese a que a esa altura no era otra cosa que un chivo expiatorio, sino que la muchedumbre frente al juzgado llegó pedir a viva voz la destitución del juez. También reclamaban que el magistrado le entregara al detenido para lincharlo. Pero, con buenos reflejos, ese domingo por la mañana, Barbagelata Xavier había ordenado su traslado a la Unidad Penal N°1 de Paraná.
Historial de drogas y violencia
Ferreyra comenzó a ser visible para la justicia desde el año 2002, cuando apareció implicado en el asesinato de Damián “Tata” Maldonado, miembro de la banda de “Los Monos”, en el barrio “Las Flores” de Rosario.
El homicida de los policías diamantinos, también había estado vinculado a las refriegas por cuestiones de venta de drogas desde su adolescencia. Se le adjudicaba haber acribillado a balazos a Maldonado, de 26 años, cuando el agresor tenía unos apenas 17. El contexto fue la pelea por el control de la droga en “Las Flores”, entre los “Monos Garompa” y los “Arriola”. En este último grupo se encontraba Ferreyra.
Volvió a ser visible en la ciudad de Rosario, cuando llevó moribundo a un hospital a Roberto “Pimpi” Camino, conocido por ser ex jefe de la barra del Newell’s Old Boys, aunque en el nosocomio se identificó como “Alejandro Maluh, acompañante”. Así quedó registrado en las cámaras de seguridad y en la mesa de entradas. Obviamente, Ferreyra intentó desviar la investigación hacia su persona, ya que él había estado casi cinco años preso en Ezeiza, por cuestiones de narcotráfico. Una condena que no cumplió porque en la primera salida socio-laboral que tuvo, se fugó. Desde entonces su condición de paria se profundizó.
Camino, su jefe, había sido atacado a balazos en Rosario, en plena calle, cuando paró su auto en un semáforo. Una moto con dos sujetos lo apareó y una ráfaga de disparos le dio de lleno. Balas en su cabeza y tórax determinaron su muerte esa misma madrugada. Sin jefe, Ferreyra que también era considerado barrabrava y tenía un plomo en su rodilla derecha, producto de un tiroteo que nunca se aclaró, quedó sin rumbo y sin causa. De modo que en julio de 2010 tomó una decisión que a la postre marcó definitivamente su destino y también el de sus víctimas. Decidió robar un kilo de marihuana a algún proveedor conocido y escapó a Diamante, su pueblo natal, con la idea de empezar una nueva vida. Pero la misma noche en que llegó a su ciudad, todo se complicó para él y para todos quienes se cruzaron en su camino: su madre, los policías Zárate y Muñoz, Mauro Rojas, todos y cada uno de la decena de testigos que presenciaron el homicidio o lo vieron momentos antes o después de cometido, su cuñada, su hermano. En ese orden. Todos alcanzados y afectados por el peso de su fechoría.
La defensa de la discriminación
Cuando llegó el momento del juicio, Ferreyra se defendió diciendo que en la rueda de reconocimiento ante algunos testigos, remarcaron a propósito su persona, colocando junto a él a personas de características muy diferentes: “Me pusieron a mí, negro, barbudo, mal vestido, junto a los otros que eran todos rubios y de ojos azules”, tratando de convencer de que había sido discriminado por su color su pobreza.
Sin embargo, ninguno de sus argumentos logró convencer al tribunal de su inocencia. Así fue condenado a prisión perpetua. Tenía apenas 26 años, pero el camino que había recorrido en el oscuro ambiente criminal, hablaba por sí solo.
Demasiada sangre
Recuerdo este caso particularmente por la impresión que me causó. El acto de extrema crueldad, dejó detrás a dos familias enlutadas, el dolor de los deudos, los ritos fúnebres y las flores, apenas alcanzaron algo de alivio. La pena y el horror persisten hasta hoy en los homenajes que cada año reciben estos dos policías caídos en cumplimiento del deber.
Si bien el tremendo acto, se produjo del otro lado de la provincia, en Diamante, para mí se hizo cercano, por el horror que me produjo. Fue demasiada sangre arrojada contra las estrellas de una sola vez.