Literarias: ‘Las armas’: cómo contar el horror

“Cuando era chica soñaba con ser varón”. La voz de “Las armas”, la novela de Belén Zavallo, enseña, de a poco, y con esa frase, lo que vendrá: un relato del horror y la violencia, una historia que nace en Viale y crece en los alrededores y que se tiñe de esa poesía litoraleña en la que caben el olor penetrante de las colas de zorro, el perfume de los aromitos, el paso rápido de los cuises en los días soleados de verano, el roce arisco de los espartillos en los tobillos en un viaje a la escuela. Esa mujer que quiere ser varón pero que, siendo mujer, cobra una voz potente para nombrar la injusticia, denunciar el atropello, poner el cuerpo a la humillación y, después, sí, después, llorar en silencio. ‘Las armas’ es un viaje literario al patio de atrás de la vida de pueblo del interior, y a unas vidas estragadas por los enconos, los golpes, las humillaciones y la oscuridad más voraz de la violencia de entre casa. Belén Zavallo no se ocupa de romantizar el espanto. Lo cuenta. “La casa de la granja tenía una chimenea. Tiramos en el suelo la frazada y prendimos los puchos mientras ardían las leñas. Forzar la escena romántica me dio arcadas. Le dije que fumar me mareaba. El humo tenía olor a monte. Cerré los ojos y abrí las piernas”.
El comienzo de una relación cruzada por la agresión y la negación, un matrimonio a las apuradas que estaba destinado a terminar mal y peor. Pero. entonces, la protagonista de ‘Las armas’ no lo sabía: no podía saberlo. Más tarde caería en la cuenta de todo eso: “Me construyó un confinamiento mental y, cuando quise hablar, no tenía voz”. Hay una belleza atroz en el texto de Belén Zavallo. Hay, también, un padre del que prefiere tomar distancia –“Me dice que mi hija es igualita a mí, me dice tomá esto es para vos y saca trescientos dólares con lo que esperanza comprar de nuevo mi silencio”-, un marido del que intenta escapar varias veces –“La primera vez que quise dejarlo abrió la guantera del auto y mostró un revólver que era una chatarra, como una lata de conservas. Sentí un ruido que me chupó los sentidos. Me dijo que iba a matarse”-y una hija a la que aprendió a parir dos veces. “Sentí que parir es partirse en dos”, dice la protagonista. Lo supo en la sala de partos cuando dio a luz a su hija. Lo sabría después, a 400 kilómetros de distancia de su hija, 15 años, víctima de una violación. “Le vi los pies abollados de moretones. Machacados. La habían arrastrado y ahora yo tampoco sabía cómo se caminaba”.
Entonces, “Las armas” vira su línea argumental. Lo que parecía la historia de una chica de pueblo que se casa sin amor ni pasión ni ganas ni esperanzas y que más temprano que tarde descubre que está abrazada por el espanto de la violencia, busca ahora enhebrar una historia durísima. La historia de una hija que es violada por cuatro varones que la toman por la fuerza y la levantan como un trofeo y que después quedan a resguardo de todo: si los denuncias les vas a arruinar la vida, la carrera, qué ganas con eso. “Me dejé llevar al altar del brazo de mi padre. Me dejé entregar al otro brazo cubierto de pelos negros enrulados que también odiaba. En la puerta de la iglesia, dos amigas con los jeans rotos fueron a verme y a dejarme grabada sus imágenes para siempre. Era el fin del año dos mil y yo no volvería a ser joven nunca más”, dice. Volvería, sí, a transitar el dolor. “Ese veintidós de enero del dos mil diecisiete se me astilló el cuerpo. Encontré en el agua el refugio para saltar como la tacuara sobre el filo. Tres veces por día podía llorar sin que me vieran. Desagotaba la angustia encerrada en la ducha”. Esos cazadores que habían salido de caza, con las armas listas: su hija era la presa. Parir con dolor y levantarse en un santiamén para reclamar espacio y voz propia, y aprender a transitar la oscuridad, y a sostenerse en pie, y a putear de forma sonora ante la injusticia que arropa la justicia. “La fiscal Tufatti me sonríe y dice que las mujeres también producimos semen, que eso no sería prueba, aunque el informe médico la contradiga”. “Las armas” lleva al lector de un paisaje a otro, de este escenario a aquel otro, de la infancia de pueblo a esta soledad de una oficina de una fiscalía de género, y enfrente una mujer, la fiscal que explica por qué una hija violada puede no ser una hija violada. “Yo la odio en silencio. Cuando me dijo lo del semen de las mujeres le grité hija de puta y le descalcé la sonrisa”. ¿Se puede novelar el horror? ¿Se puede transitar en clave literaria el espanto que vivió una hija, violada entre cuatros y que ese hecho quedase después envuelto en una pátina de prejuicios, acomodos y muchos, pero ella quiso estar con los cuatro? “Escribir es atravesar cristales y sacarle los tonos del dolor. Y salir con las plumas abiertas”, dice la voz de la protagonista de ‘Las armas’. “Miro a mi hija y le digo que en nuestra lengua están guardadas nuestras armas”.
Entonces, la escritura como tabla de salvación. O como coraza. O como excusa para buscar la salida. “Entonces la escribo porque la única forma de saber quién soy es descubriéndome en un texto, como si me estuviera lavando los dientes sin espejo y no puedo saber si lo que piensa en los que viví”.