La parábola del Lelo y el Itapé

Por Gerardo R. Iglesias.

El Lelo está joven, permanecerá ahí, parado detrás de esos gurises que disfrutaban con seguridad de las entonces bellas aguas del Itapé, cuando era de todos, antes de ser abandonado hasta quedar con sus aguas contaminadas, reflejo del poco amor de nuestras autoridades hacia el laburante.
Pero esa es una historia. La otra es la historia del Lelo, una vida dura, que se terminó arrastrando sus pies recorriendo esa Perón hasta donde podía, saliendo desde el Balneario que le perteneció en su plenitud. Ese solar parece recorrer una parábola similar a quien fuera su bañero, porque regaló mejores épocas, cuando era visitado por todos, claramente popular, gratuito e inclusivo antes que esa palabra se ponga de moda.
El Itapé fue soportando por años la desidia y el sabedor olvido de quienes gobernaron del 80 en adelante, condenándolo a una muerte lenta y contaminada. Hoy aún resiste, quiere curarse en solitario, recibiendo el cariño amoroso de los vecinos que no lo abandonan, que colman sus playas, desafiando los peligros de un agua incierta pero que aún recuerda su poderosa y añeja vida, manteniendo la sombra de sus árboles para las nuevas generaciones.
Pero volvamos al Lelo. Supo su casa paterna estar en la Tres de Febrero (¿o era la Moreno?), allá abajo, con su viejo leyendo La Razón sentado en la vereda, con el portoncito de madera detrás. De los primeros en andar con el pelo largo en el barrio, pispeando la vida, viendo que podía haber otra cosa por ahí que sentarse en una oficina o tener laburos estables. Después de la infancia se me perdió otra vez. Lo recuerdo contando también historias de fantasmas, “de miedo” como decíamos de gurises. Armaba todo el circo de la sábana blanca, la linterna en la cara, todo para espantar la platea que conformaba la gurisada, que escuchábamos con ojos grandes, acaso queriendo espantar ciertos temores que dejaba el relato. Lo perdí con los años al Lelo. Lo reencontré de grande, arrastrando las penas de una vida que pareció dura. El rostro reflejaba eso e iba desmejorando con el paso del tiempo, aunque parecía que era eso lo que quería el Lelo, irse despacio, con penas que nunca supimos y nunca nos atrevimos a preguntar. Por respeto, por cariño, por penas propias, porque el mismo tranco diario nos impidió volver a sentarnos para escucharlo. Algunos domingos lo encontraba en los bancos de la Placita Columna, sentado ahí mansamente, viendo el frente de la Urquiza, como pensando largo su vida, ahí en la puerta de su barrio, donde perteneció, donde sabía que iba dando sus últimos pasos.
Se fue el Lelo. Para siempre, acaso solo en el Hospitalito. Lo dejamos de ver. Las últimas veces pasaba para el Itapé, a dormir en ese lugar que lo vio feliz, siendo dueño de esas arenas cordiales, buscando en sus finos granos ciertos amores que parece no haber cosechado. El alcohol, como siempre, fue un amigo infiel y lastimoso, para él y para nosotros. El Itapé lo acunó, generoso, agradecido por lo que le dio cuando despuntaba su vida, lo acobijó en recuerdo de aquellos tiempos atentos a los gurieses en la orilla, con el ojo puesto en las boyas rojas de chapa, para que ninguno las desafíe más allá.
La foto lo eterniza, con el pelo al viento, sabiéndose dueño de ese lugar, que será suyo para siempre. Acaso lo que fue después haya sido todo opaco, gris, lejos de sus sueños, con lluvias que mezclaban dolores que sólo el supo. Hoy, mientras aguantamos el diluvio de años que se nos vienen encima, al Lelo, al Lelo el Itapé siempre lo espera.