LA CONTRA. Reunión

Por Selva Almada (*)

Voy a comenzar contándoles una escena de la infancia: tres gurisas de nueve años son amigas, se conocen desde primer grado, van juntas a una escuela pública en un pueblo chico, viven las tres cerca. Este año que pasaron a cuarto grado también cambiaron de turno y van a la mañana. Sin embargo en esta escena es la hora de la siesta. Las tres amigas salieron de clase al mediodía, fueron a sus casas, se sacaron los guardapolvos, comieron y volvieron a la escuela, a la salita de la biblioteca donde ocurre esta escena. Las tres echadas en el piso, cada una con un libro en la mano. Leen en silencio pero de vez en cuando el asombro, la emoción, el impacto de una frase, de un párrafo, impulsa a alguna a leer en voz alta, a interrumpir la lectura silenciosa de las otras para compartir un momento de su propia lectura. A veces esa pequeña interrupción se alarga porque siguen charlando, porque tal vez las otras ya leyeron el mismo libro o porque esas líneas que la amiga leyó en voz alta son el pie para hablar de otras cosas, de sus vidas que apenas comienzan, de sus familias, de sus deseos. La biblioteca queda en la galería, al lado de la gran vitrina donde se alinean frascos con fetos flotando en un líquido turbio, mariposas clavadas con alfileres a un panel de terciopelo, pájaros y un zorrito embalsamados, el cráneo pelado, blanquísimo, de algún otro animal. Al lado de esa exhibición de muerte están los libros, un mundo vital y alucinante que se ha revelado para las tres amigas: la salita con su alfombra, una mesa, algunas sillas y los estantes donde los lomos amarillos de la Colección Robin Hood y los lomos rojos de la Colección Billiken se miran enfrentados como vecinas que se llevan mal. En la biblioteca, dos o tres veces por semana, según permitan las tareas escolares y las tareas que cada una hace en su casa, ocurre esta reunión.

Las horas pasadas en la biblioteca de la escuela 84, donde hice la primaria, fueron de las más dichosas de mi infancia. Los libros me gustaban desde antes de saber leer: me gustaban más que las muñecas o las chucherías que nos regalaban a las mujeres para jugar; los libros no eran juguetes pero al mismo tiempo eran objetos preciosos, con ilustraciones y colores; eran frágiles, las hojas y las tapas podían dañarse con facilidad, y al mismo tiempo podía intuir el poder que guardaban entre sus páginas. Pero con mis amigas había descubierto que además los libros podían juntarnos.

Por eso elegí esta mínima escena de lectura para empezar y no por casualidad elegí terminar esa escena con una palabra que me parece clave en estos tiempos extraños y a veces aterradores que estamos transitando. La palabra reunión: juntarse y también volver a unir, ser uno, una, con otros y otras. En estos momentos en que se exaltan las libertades individuales, donde el individuo parece ser el centro del universo, lo único que importa, donde todo empieza y termina allí, una reunión se vuelve una amenaza para el poder. Atomizar a las personas, separarlas, mantenerlas a cada una en su casa. Porque si nos reunimos, si nos juntamos, si nos hablamos cara a cara, a la luz del encuentro personal y no a la sombra del odio de las redes sociales, del anonimato, es posible conversar, ponernos al tanto, anoticiarnos, pensar con alguien más.

La lectura, los libros, siempre han sido motivo de reunión. Desde la vieja estampa de los libros escolares que, supongo, ya no se usa y solo la gente de cierta edad aquí, ya ven: reunidas!, sabrán a qué me refiero: la ilustración de mamá o papá o la abuela leyéndoles un libro a los niños de la casa, pasando por la maestra leyendo en voz alta en el aula, poetas leyendo para el auditorio, hasta los clubes de lectura, que tanto han crecido los últimos años: personas desconocidas entre sí, tal vez con vidas e historias muy disímiles, que, sin embargo, se ponen de acuerdo para leer un libro y después se hacen el tiempo de juntarse a comentarlo. El libro como una fogata que da calor y que ilumina. Y no los libros alimentando los fuegos, literales, del autoritarismo.

Nuestras reuniones de lectura no eran siempre idílicas, ninguna reunión tiene por qué serlo, al contrario, juntarse con otras, con otros, aun compartiendo la misma pasión, puede ser un espacio de disenso, de discusión, de aprender a estar en desacuerdo, aprender a argumentar una posición y defenderla, sin que eso signifique imponerla a los demás. Con mis amigas también teníamos discusiones acaloradas acerca de los libros, de los autores. Que siempre se zanjaban porque entendíamos que lo que habíamos construido, ese pequeño espacio que nos convocaba algunos días a la semana, era muchísimo más importante que nuestras propias opiniones. Aunque éramos apenas unas nenas, tal vez los mismos libros, la lectura misma, nos habían enseñado que lo que nos unía estaba por encima de cualquier desavenencia.

También leíamos solas, cada en su casa, por supuesto. Sin embargo, nunca me sentí en soledad con un libro en la mano. Un libro era, para mí, dos cosas contradictorias: una especie de refugio antibombas que me preservaba de las cosas duras de la infancia que la mayoría hemos atravesado alguna vez en esos años; y era también la bomba, algo que podía explotar y hacer pedazos el mundo que conocía, algo que latía como el corazón de un pájaro. A veces la bomba estallaba en la cara y conmovía los cimientos de lo conocido. Los libros revelan otras posibilidades, otros caminos, otras formas de entender el suelo que pisamos. Una novela, un cuento, un personaje, una situación imaginada por un autor, una autora, nos enfrenta a tener que tomar partido, nos mete en problemas, nos pone en los zapatos de otro, de otra, que nunca hemos sido y quizá nunca seamos. Nos preguntamos: qué haría yo en su lugar? Nos cuestionamos: por qué me cae bien este tipo que se porta tan mal? Nos miramos en el espejo de la ficción que a veces nos devuelve nuestra propia imagen y la desconocemos porque no nos gusta ese reflejo. Leer nos vuelve más generosos y comprensivos, más abiertos y receptivos.

Pero también escuchar, abrir la oreja. Habrán notado que esta feria no se llama “del libro” si no “de la palabra”. La palabra que se escribe en el aire tiene tanto valor, al menos para mí, como la que se imprime en las páginas de los libros.

La oralidad y su tremendo poder.

La oralidad y su lirismo.

La oralidad y su ingenio.

El sonido saliendo de una boca y reuniéndonos en torno a él. A quién no le gustaba, en la infancia, que el viejo o la vieja de la familia o del barrio le contara historias? Cuentos plagados de imaginación e invento pero que, narrados por una persona de carne y hueso, con su voz llena de inflexiones, con los gestos de la cara y de las manos, adquirían inmediatamente el rango de verdad.

Mi abuelo Jorge, un campesino pobre que apenas sabía leer y escribir, era un gran narrador oral: sus historias contadas a la noche, luego de la cena, a la luz de la lámpara a querosén pues no tenían electricidad, eran muchísimo más espeluznantes que cualquier cuento de terror de los que yo había leído en esa época. Su manera de demostrarnos cariño era tomarse un rato cuando estábamos de visita, armar la pipa, llenarse un vaso más de vino, y contar para nosotros, el pequeño auditorio de nietos. O las historias de José Bertoni, uno de los tíos solterones de mi madre: picantes, llenas de doble sentido, de guiños que los gurises no llegábamos a pescar, un reino prohibido que apenas sospechábamos. La destreza de las personas que saben contar siempre me asombra y, como escritora, muchas veces me da envidia.

Y qué podemos decir entonces de la poesía? Escrita, nos arrastra a leerla en voz alta. Aunque estemos solos, solas, aunque no haya nadie para escucharla saliendo de nuestras bocas. No decía, acaso, Zelarayán: “los hablados por la poesía”?

Voy a contarles una teoría absurda que tengo. Saben que yo nací y crecí muy cerca de aquí, en Villa Elisa. Cerca del río Uruguay, pero lo suficientemente lejos como para haberlo frecuentado muy pocas veces. Mi teoría ridícula es esta: si hubiera nacido cerca de alguno de los ríos de esta provincia, habría sido poeta. Pienso en ciudades ribereñas y los nombres de los poetas y las poetas que admiro, se atropellan en mi cabeza: Concepción del Uruguay, Concordia, Gualeguay, Paraná, Villaguay… Fabani, Ortiz, Carboni, Barrandeguy, Meneguin, De Batista, Callero, Zamarripa, Spada, Federik… por nombrar solo un puñadito, un ramo estridente como flores de macachín. Serían nuestros ríos los mismos si no hubieran sido escritos por la poesía? No lo sabremos pero me gusta creer que no: que el Gualeguay es una creación de Juan L. Ortíz. Que el Uruguay, uno posible, es el de Marta Zamarripa, cuando se pregunta: “Dónde, dónde los sauces / los biguáes / el martín pescador a ras de espuma / dónde la orilla de luz…”. Que somos ese haiku de Tuky Carboni: “Dialecto de agua / habla mi corazón. / Nací entre ríos.”.

El lema de esta edición de la feria es: El río que abraza. Pienso nuevamente en la palabra reunión del comienzo de este texto. En los libros y el río. O, mejor aún, el río y la palabra. Otra vez tienen en común reunirnos, contenernos en su abrazo pero también soltarnos, dejarnos ir, a favor o contra la corriente, a veces las dos cosas, marearnos en sus remolinos, perdernos para encontrarnos.

Muchas gracias.

(*) Discurso en la apertura de la Cuarta Edición de la Feria de la Palabra (viernes 1 de noviembre).
Selva Almada reconocida escritora Argentina y latinoamericana.
Nació en Villa Elisa y fue finalista del Premio Booker Internacional 2024.
La escritora fue nominada por su novela «No es un río», publicada en inglés