Esther Vivas
Comer puede parecer un acto inocuo, pero en realidad está cargado de connotaciones políticas. No es lo mismo para nuestro organismo comer alimentos saludables y de calidad que ingerir productos procesados con cantidades considerables de azúcar o sal añadida. No es lo mismo para el medio ambiente consumir alimentos de proximidad, que comprar aquellos que vienen de la otra punta del mundo. No es lo mismo para los derechos de los trabajadores apoyar a las empresas que respetan la organización sindical y no precarizan que a aquellas que sí lo hacen. No es lo mismo para la economía local apoyar a productores locales que a multinacionales. Comer bien no está al alcance de cualquiera. En primer lugar, porque nadie nos enseña a alimentarnos de manera saludable. La educación alimentaria queda bajo la responsabilidad de las familias, que no tienen el tiempo ni el conocimiento para transmitirlo a sus hijos. Las empresas de la industria agroalimentaria se frotan las manos con esta realidad, ya que así la información queda en poder del mercado, que es juez y parte. Lo vemos con la publicidad. Las empresas obviamente quieren vender su producto. En segundo lugar, no todas las familias pueden acceder a alimentos de calidad, aquellas con menos ingresos tienen más dificultades para adquirir comida saludable. Una situación que impacta directamente en su salud. La obesidad infantil, por ejemplo, afecta en mayor medida a los niños de los barrios populares. El 95% de las escuelas, institutos y clubes donde asisten niños tienen a su alrededor kioscos y negocios donde venden golosinas y bebidas con ingentes cantidades de azúcar. La facilidad para acceder a este tipo de productos multiplica las opciones de que los chicos y jóvenes los consuman. La obesidad no es un problema individual sino una enfermedad social, que viene condicionada por factores ambientales y económicos. Comer bien debería ser un derecho universal garantizado. No podemos dejar la alimentación en manos del mercado, y pensar que la industria agroalimentaria por si sola se autorregulará. La administración pública tiene una responsabilidad. No sirve de nada lamentarse de los elevados índices de obesidad, si cuando llega el momento de aplicar políticas que permitirían frenarlos no se les da apoyo. Acabar con la mala alimentación necesita de medidas contundentes.