La literatura, ejercicio para sedentarios, sólo se justifica por su capacidad -equiparable a la del deporte- para eliminar a quienes la practican. Escribir atenta contra la integridad física. Homero, Milton, James Joyce, Aldous Huxley y Borges tenían serios problemas de la vista; Luis de Camoens y Gabrielle d´Anunzio terminaron tuertos. Cervantes quedó manco y Valle Inclán perdió un brazo en un debate lírico a bastonazos. Elegir la literatura como oficio es prueba irrecusable de locura; peor es intentar curarla. Torcuato Tasso, Jonathan Swift, Antonin Artaud, William Burroughs, Andrés Caicedo terminan sus existencias tratando de no ser internados en manicomios o fugándose de ellos. La letra es dañina para la salud.
Igualmente nociva es toda actividad preparatoria de la escritura. Herman Melville se alista a los 19 años como marino, y deserta de los rigores de la vida naval para vagabundear entre caníbales en el Pacífico. Hemingway se enrola a los 18 años en la Segunda Guerra Mundial y colecciona un centenar de esquirlas de obús en el cuerpo. Casi a esa edad se alista Alain Fournier y es acribillado en alguna trinchera. Andrés Caicedo se moviliza en el ejército de la rumba y se suicida a los 25 años tras recibir el primer ejemplar de su novela “¡Que viva la música!”; Sarrazine y Jean Genet investigan vivencialmente malandraje y transexualidad y pagan largas condenas. Saint Exupery sale a buscar al Principito pilotando un P-38 Lightning y es derribado. Emilio Salgari escribe sobre Tigres de la Malasia y Corsarios Negros y se acuchilla el vientre a los 49 años. Jack London perpetra una antología de la violencia y se suicida con morfina a los 40. El amor, actividad beneficiosa para la mayoría de los mortales, resulta para los literatos aciaga. Dante recibe calabazas de Beatriz y se consuela escribiendo un millón de tercetos; Abelardo conquista a Eloísa y pierde lo que más le importa. Pushkin fallece en un duelo por faldas; Dostoievsky pierde su dinero y la razón por Polina Suslova; Leopoldo Lugones, enamorado de una adolescente, se descerraja un tiro cuando trata de internarlo en un manicomio su hijo, un siniestro policía porteño.
Dicen los médicos que el humor prolonga la vida. A los escritores se las amarga o acorta. Quevedo da con sus huesos en la cárcel por rimar versos satíricos; Daniel Defoe por redactar panfletos; Voltaire por pensar. Narrar es un placer.