Hojas Sueltas. Lo que comemos

Por Esther Vivas

A menudo cuando se habla del impacto de la crisis alimentaria y de la dificultad para acceder a una alimentación sana y saludable miramos hacia los países el Sur. En la actualidad, 59,7 millones de personas en el mundo pasan hambre y éstas se encuentran, mayoritariamente, en países empobrecidos (FAO 2021). Esta circunstancia se da en un periodo histórico donde se producen más alimentos que nunca en la historia, con un aumento de la producción de un 2% en los últimos 20 años mientras que la población crece a un ritmo del 1,14%. Por lo tanto, comida hay, pero la creciente mercantilización de los alimentos ha hecho que el acceso a los mismos se convierta en prácticamente imposible para amplias capas de la población. Pero más allá del impacto dramático de estas políticas agrícolas y alimentarias en la generación de hambre en el mundo, hay que señalar, también, sus consecuencias en el aumento del cambio climático, la deslocalización alimentaria, la creciente despoblación del mundo rural, la pérdida de agrodiversidad, etc. El encarecimiento de los costos de producción, la baja remuneración que los empleados y peones rurales y el reemplazo de la mano de obras por las máquinas son algunas de las causas principales que explican esta tendencia. El sistema agroindustrial ha generado una progresiva desvinculación entre producción de alimentos y consumo, favoreciendo la apropiación por parte de un puñado de empresas, que controlan cada uno de los tramos de la cadena agroalimentaria (semillas, fertilizantes, transformación, distribución), con la consiguiente pérdida de autonomía de las poblaciones rurales. Para describir la estructura del actual modelo de distribución de alimentos se acostumbra a utilizar la metáfora del “reloj de arena”, donde unas pocas empresas monopolizan el sector generando un cuello de botella que determina la relación entre productores y consumidores. En la actualidad, el diferencial entre el precio pagado en origen, al pequeño productor, y lo que pagamos en el supermercado se sitúa en torno a un 500% promedio, siendo el eslabón de la distribución quien se lleva el beneficio. Desde mediados de los años 90 diferentes movimientos sociales vienen reivindicando el derecho de los pueblos a la soberanía alimentaria. Una demanda que implica recuperar el control de las políticas agrícolas y alimentarias, el derecho a decidir sobre aquello que comemos. Una propuesta que se basa en la solidaridad internacional y que no tiene que confundirse con los discursos chovinistas partidarios de «primero lo nuestro».