David Bueno
Este año que se acaba ha sido muy provechoso en la generación de nuevo conocimiento científico. Despegó el telescopio espacial James Webb, el que, además de captar imágenes de estructuras conocidas con un detalle inédito, podrá identificar los componentes de las atmósferas de exoplanetas en busca de vida. El laboratorio de inteligencia artificial DeepMind, propiedad de Google, ha publicado predicciones de las formas de casi todas las proteínas conocidas, con lo que se podrán conocer mejor los mecanismos de funcionamiento de muchas enfermedades y encontrar nuevos tratamientos o entender cómo funciona la resistencia a los antibióticos de ciertas bacterias y contrarrestarla. Se acaba el año y, si se mira todo esto con algo de perspectiva, se puede sentir una sensación de agobio parecido a la de cuando se observa una noche estrellada. Cada punto de luz, un descubrimiento impensable. Pero, por alguna razón, admirar el latido de las estrellas en el cielo despierta cierto cuestionamiento filosófico. ¿Por qué lo hacemos todo esto? Queremos curar enfermedades. Queremos que las computadoras nos hagan el trabajo. Queremos vivir mejor. Todo esto es tan claro como que estas respuestas utilitaristas no son suficientes. Como decía el premio Nobel de física Richard Feynman, la ciencia es como el sexo porque tiene resultados prácticos, pero no es por eso que la practicamos. ¿Por qué hacemos ciencia, entonces? El físico teórico Brian Greene ensaya una respuesta a lo largo de las casi 500 páginas del mayor libro de ciencia que se ha publicado en los últimos años, “Hasta el final del tiempo”. El punto de partida de su argumento es irresistible: somos el único animal que conoce a la muerte. Todo lo demás envejece y tiene un miedo instintivo en situaciones de peligro, pero la conciencia de la propia finitud es específicamente humana. Y este miedo es el motor de cualquier indagación científica, religiosa, filosófica o artística. La capacidad de reconocer patrones que caracteriza a la ciencia tiene una ventaja evolutiva evidente: predecir el tiempo con un vistazo al cielo o saber dónde estarán los animales a partir de un rastro. Por su parte, la fabulación literaria habría favorecido a la socialización. Además, podría ser una manera de ensayar mentalmente situaciones que no se han producido en la realidad, de modo que cuando nos encontramos en circunstancias similares, disponemos de un catálogo de respuestas estratégicas a las dificultades de la vida.