David Bueno
La escritura es uno de los métodos de comunicación más complejos. El lenguaje oral se adquiere de forma automática, por imitación, ensayo y error, ya pesar de ser también muy complejo, en su aprendizaje intervienen diversas regiones del cerebro que impulsan instintivamente a los niños a aprender la lengua materna. El idioma concreto que hablamos es cultural, pero la capacidad de aprender a hablar es biológica e instintiva. De hecho, más que una capacidad es una necesidad, a la que nos empuja irremediablemente la maduración del cerebro durante la niñez. Escribir y leer, sin embargo, es otra historia. Hasta la invención de la escritura, hace unos 5.300 años, toda la información cultural se transmitía oralmente, con la ayuda del arte y de la música, otras formas de comunicación cuya adquisición y desarrollo también se arraiga a nuestra biología –a pesar de que las formas artísticas y los ritmos concretos sean también culturales–. Transmitir cultura a través de la escritura implica, como es lógico, saber leer. Si queremos crecer culturalmente, a través de la creación de una sociedad del conocimiento (no únicamente de la información), no basta con saber leer, es necesario querer leer activamente lo que tenemos al alcance para integrarlo y reflexionar. Por eso es tan importante la forma en que los niños aprenden a leer, especialmente en cuanto a la calidad motivacional de la lectura. Leer es una tarea cerebralmente muy difícil, que implica una madurez suficiente en las áreas del lenguaje y también de las zonas implicadas en la abstracción. Y cada cerebro madura a un ritmo distinto. Si forzamos a un niño a leer antes de que su cerebro haya madurado lo suficiente, conseguimos el efecto contrario al deseado, dado que acaba asociando la lectura con emociones de temor: el miedo social de verse presionado a realizar una tarea para la que, por mucho que se esfuerce, todavía no está neuronalmente preparado. Si queremos incrementar el nivel cultural y lograr una auténtica sociedad del conocimiento, más informada y sobre todo reflexiva –y en consecuencia, más libre y transformadora–, es necesario favorecer que el aprendizaje de la lectura en los niños sea siempre un proceso flexible y, sobre todo, placentero, que les proporcione recompensas y sorpresas. Sólo así estos niños continuarán disfrutando de la lectura cuando sean adolescentes y únicamente de esta forma mantendrán los hábitos lectores de adultos.










