Aristóbulo del Valle es una pequeña localidad de algo más de 10.000 habitantes situada en la provincia de Misiones. Allí, cerca de las fronteras con Brasil y Paraguay, nació en 1990 la escritora Marina Closs. “No sé cómo es, yo la interpreto más o menos como después la represento. Es cruel y bondadosa, al mismo tiempo: familiar e insoportable”, contesta la autora al pedirle que intente describir la provincia como si quisiera explicársela a alguien que la desconoce por completo.
En 2018, Closs ganó el premio Fondo Nacional de las Artes, que el Gobierno argentino otorga cada año atendiendo a distintas disciplinas: danza, documentales audiovisuales, música, artesanía, etc. La escritora misionera se llevó el primer premio en la categoría de Letras por su libro “Tres truenos”, un conjunto de tres novelas escritas en primera persona, todas ellas protagonizadas por mujeres que parecen no encajar en el mundo que habitan.
En entrevistas anteriores, Closs ha contado que el título del libro se explica, sobre todo, a partir de la idea de trueno. Las tres historias son como truenos porque todas se construyen desde el ritmo y el sonido, además de que en ellas la voz narrativa va muy rápido, sin apenas espacio ni tiempo para recrearse en una idea o una imagen.
La entrevista se realiza por correo electrónico, pues la autora así lo prefiere. Para ciertas personas las palabras brotan de manera más sencilla y fluida a través de la escritura que del habla. Escribir es, casi siempre, un proceso más pausado y reflexivo que el discurso hablado, pues en la conversación las palabras viajan de la mente a la lengua en un instante, sin apenas tiempo para reflexionar sobre lo que va a decirse o argumentarse. Además de “Tres truenos”, en los últimos años Closs ha publicado en Argentina “Alvar Núñez: trabajos de sed y hambre” (ConTexto, 2019), “Tascá Skromeda” (Neural, 2021) y “Monchi Mesa” (Bajo la Luna, 2021).
-Tres truenos se publicó en Argentina en 2019 y ahora llegó a España. ¿Cómo se siente volver a hablar y volver a pensar sobre el libro dos años después de su primera publicación?
-Parece que hay que resignarse a los desfases, porque realmente la escritura, corrección, edición, distribución y finalmente la lectura, es decir, todo el mundo de los libros, tiene una lentitud implícita que parece inevitable (y que quizá tenga algo de positivo). Es como un mundo en cámara lenta o un mundo bajo el agua: con todo en contra para avanzar. Y sí, creo que lo dijo Martin Amis: uno termina haciendo de representante de un sí mismo viejo.
-El primer relato del libro, titulado Cuñataí o de la virginidad, lo protagoniza una joven mbyá guaraní. ¿Por qué quisiste acercarte a este grupo étnico? ¿Qué querías contar de ellos?
-Cuando escribí ese cuento, realmente no era mi intención hablar de los guaraníes en sí o de su “realidad”. No era mi intención porque no es mi especialidad ni mucho menos, y creo que no soy yo la que tiene que hablar por ellos. Sin embargo, sí es efectivamente una comunidad con la que estuve en contacto, que me interesa y que me parece que influyó muchísimo en la identidad cultural misionera.
En ese sentido, tampoco sería honesto decir que me resulta totalmente ajena: creo que ya no se puede hablar de una “otredad” en términos poscoloniales, pues las identidades se han cruzado tanto que hay contextos en los que “el otro” ya no resulta realmente otro. De todas maneras, lo que quería tomar del mundo guaraní era justamente, no la comunidad, sino a esta especie de “excomulgada” que es Vera Pepa, el personaje principal del relato. Y creo que ahí está el “realismo” del relato: en la representación del excluido.
Cuerpos deseados
-Vera Pepa repite constantemente “yo hubiera querido ser virgen”. El personaje añora la niñez, cuando su cuerpo era andrógino y no deseado por los hombres.
-Cuñataí es un cuento que por mucho tiempo quise escribir, pero de una forma abstracta, como dice el subtítulo: quería escribir sobre la virginidad. Sobre la virginidad como un umbral de entrada al mundo de una mujer adulta, con deseos, peligros, problemas de mujer adulta. Y ese deseo que es, creo, casi transcultural, de escapar de ese rito de entrada (pienso en las valquirias, que perdían sus poderes si eran desvirgadas, pero también pienso en la cultura guaraní y en los testimonios de mujeres que se lamentan de haberse casado con esas palabras textuales que cito en el cuento: “las madres y las abuelas no nos avisaron”). Cuñataí era un intento de plasmar ese sentimiento, ya no de huida, sino de lamento por la pérdida. Porque es algo irreparable: una especie de tragedia con la que una se encuentra muy al principio de la vida y convive con ella y la teme y finalmente la sobrelleva (o no la sobrelleva). Vera Pepa se lamenta de que el mundo de una mujer adulta le haya caído encima, digamos. Y está tan asustada de su sexualidad porque piensa que fue justamente así como empezó todo.
-Las protagonistas de los tres relatos no encajan en las comunidades en las que viven. Y eso se transmite a través de tu forma de narrar, que nos obliga a mirar el mundo únicamente desde la perspectiva de las protagonistas, lo que provoca que terminemos participando de ese “desencaje” del mundo.
-Creo que “desencaje” es la palabra justa para ir de la voz al relato, del malestar individual al dialecto, que es una especie de malestar gramatical, de insubordinación general ante esa cosa compungida y solemne que es la lengua.
Para mí es muy importante generar alguna clase de extrañamiento lingüístico cuando escribo. Me parece que es como la base musical de todo lo que hago: que la música sea extraña, que el lenguaje sea otro. La verdad es que a veces no sé lo que voy a contar, pero ya sé cómo suena, y eso equivale a la orden de empezar a escribir. Por otra parte, estoy en una especie de guerra continua contra los lugares comunes. Donde aparece un lugar común, para mí, es como que el texto se muere. Por eso me parece importantísimo ese artilugio de crear un lenguaje en el que todo se pueda volver a decir por primera vez. Pienso que es como si la realidad volviese a tomar aliento.
– El mito está presente de manera reiterada, sobre todo en los dos primeros relatos. ¿Qué importancia le das como valor o herramienta para construir comunidad?
-Creo que el mito es simplemente una interpretación de la realidad. Desde afuera parece que los que tienen mitos son los otros, pero la verdad es que nuestras sociedades están llenas de mitos y tabúes. Hasta me parece que la manera de reconocer un mito ajeno es adscribirse a alguna clase de mito propio, por ejemplo: ¿por qué nos parece “mítico” que una comunidad aborigen prohíba el uso de cosas de plástico? Porque pensamos que es una verdad “científica” que el plástico no tiene nada de malo. Pero esa verdad científica es solamente un mito nuestro. Lo mismo que el mito de que la medicina moderna es la gran solución para todos los problemas.
Incesto y europeos en Argentina
– Al comienzo del primer relato se lee: “La verdad es la necesidad injusta de que algo siempre no se pueda”. Es decir, la verdad entendida más como un límite que como una ayuda.
-Sí, es una frase central: la verdad es el mito. Y, al mismo tiempo, decir que la verdad es un mito ya se volvió otro mito, otra verdad que genera a su vez nuevas unidades y marginaciones. Es un poco horrible.
Creo que la literatura tiene el poder de dejar estas cosas en suspenso. Quiero pensar que, en “Tres truenos”, alguien que piense que la verdad es un mito también puede creer que ese es otro mito. Y que en medio de todo eso, hay que vivir. A las corridas, de un lado al otro, como los personajes.
-En el segundo relato, la protagonista mantiene una relación incestuosa con su hermano que se produce antes de que aparezca la norma. Es decir, inicialmente no sabe si lo que hace es moralmente reprobable, pero cuando se entera de que es pecado, siente vergüenza, asco y culpa. Así, es la norma moral, el mito, lo que produce la culpa, y no al revés.
-Sí, exacto. El personaje de Demut es bastante absurdo, en el que se mezclan la confusión y la lucidez. Me gusta porque es un personaje transparente, las cosas que le pasan se ven casi demasiado, ella las procesa de una forma que las vuelve visibles. Precisamente por eso no sé si me gustaría comentar todo su dilema en abstracto. Creo que el dilema es el suspenso en el que aparece.
-Demut y su hermano emigran desde Alemania hasta Misiones, que desde fines del siglo XIX recibió a muchos emigrantes germánicos. ¿Te interesaba explicar el impacto de ese fenómeno migratorio?
-Me interesaba mezclar identidades culturales porque creo que eso es en el fondo nuestra única identidad (misionera, y creo que también argentina). Por mucho tiempo ha rondado el mito de que los argentinos éramos “descendientes de europeos”. Y eso tiene una parte de verdad, claro. Cuando era chica siempre me interesaba mucho por mis ancestros venidos de todas partes, y encontraba extraño que una de mis bisabuelas fuera simplemente correntina. Me parecía raro que fuese de ahí y que no hubiese venido de ningún lado. Quiero decir, es una fantasía muy argentina la de que todo el mundo llegó de otra parte. Al mismo tiempo, tampoco pareciéramos ser tan “autóctonos” porque, si hablo de la comunidad guaraní, enseguida tengo que ponerme en guardia por si me acusan de “apropiación cultural”. Porque no soy guaraní. ¿Pero qué soy? Ahí andamos los argentinos.
-Adriana o del amor verdadero es el último relato. La protagonista de la historia se traslada del pueblo a la ciudad para estudiar y trabajar. ¿Es este hecho es un factor importante para comprender a la joven?
-Sí, en el sentido de que el lema de los tres personajes de “Tres truenos” es “no soy de acá”. ¿Pero son del lugar del que se fueron? Quizá tampoco. Como te dije: ahí andamos.