Luis María Gallo, el palanquero que recorría la ciudad con los frutos de un río que ya empezaba a apagarse.
Por Gerardo R. Iglesias
Remontando la entonces Ingeniero Pereyra, tapado por la bruma hecha niebla que llegaba desde el Ministerio, desde el Riacho, a veces con olor a aceite quemado de los motores que por entonces no descansaban en lo que hoy es esa mole bellamente abandonada. Cuando no era Parque Sur aún, cuando la cancha de fútbol aún no existía y la ranchada lo dominaba todo, desde la punta de ese gran terreno de casas de chapas y sudor de laburante, salía Cosita con “La Palanca” al hombro, repleta de “sabalas lomunas y ariscas”, de amarillos respetables, de dorados, de lo que sea. Hasta de pejerreyes, porque este pedazo del Uruguay, hoy casi seco, también regalaba pejerres en los inviernos. La Palanca, suya, era un muestrario de la riqueza que tenía nuestro río, hoy languideciendo por la avaricia y el desdén de todos y todas.
Luis María Gallo, Cosita, el último palenquero que tuvo la ciudad, el vendedor de pescado, el conversador de las doñas de los barrios de entonces, que lo escuchaban desde varias cuadras antes, porque el “Píscauuu” se perdía entre las casas bajas, viajando hasta llegar a los oídos de las que ya estaban baldeando las veredas.
La carga era fresca, pescados de la época que corría, frescos, obtenidos en la recorrida de la madrugada, limpiados entre mate y mate mientras luego de dejar encarnado el espinel para la segunda recorrida. Y ahí salía Cosita con La Palanca que era un hermoso gajo de “una mora que el la dejó secar, la lijo y la pulió” como contó su hijo Hugo en un video en homenaje realizado hace años.
A este discreto cronista le contó para la entrañable revista Juntos que había nacido “el 14 de enero de 1921 y desde los seis años pescaba y vendía por toda la ciudad”. Y era así nomás, porque andaba por toda ciudad, con su mercadería haciendo equilibrio en su Palanca, como un mostrador móvil de un almacén andantes, caminador de calles viejas, poniendo el oído además, a los pesares y las alegrías de las vecinas. Porque Luis María también era un hombre educado y de modos respetuosos. Y las doñas lo recibían con el Carlitos Gardel saliendo desde las radios prendidas dentro de la casa, dentro de todas las casas, las radios siempre fueron la banda sonora en todos los barrios, saliendo desde el interior hacia las veredas, mientras Cosita se iba gritando “Piscaauuuuuuu” para pasar al silbido de un tanguito gardeliano que acaba de escuchar mientras le vendía a la vecina.
Quizá a modo de agradecimiento, el nombre de su canoa pinta lo que significaba para el: “La Salvación”. Así la llamó a esa canoa que lo llevaba por el Uruguay cuando salía de recorrida “tenes que ir y tener suerte. Atas el espinel de una rama y por ahí tenes suerte y sacas tres o cuatro grandes y ya tenes la pesca” para contar, en esa vieja charla que tenía clientes fijos como “el Hotel París, el Comedor Fond” o recordando a los que salía con el como “los Mancazzola, Marquitos Casas” apellidos que son sinónimos del Puerto Viejo, como Cosita.
Ya en esos años, en plena década del 90, Cosita alertaba sobre la agonía de nuestro río, de ese pedazo de vida que cada vez respira menos “antes salían surubíes de 15-20 kilos y ahora puras porquerías”.
Laburante de toda la vida, Cosita en febrero era Carnaval. Y si era Carnaval eran murgas, de las que era el presidente, pero yendo al frente, poniendo el cuerpo también, con la misma pasión para con la pesca. Con el Quelo González como director, Cosita disfrutaba como pocos de esa verdadera fiesta popular que las lentejuelas del progreso y la mercancía transformaron en un show de pocas luces. Salidas en los días previos al desfile para juntar unos magos para los trajes, arreglar instrumentos y quemar unos leños con un tinto dulce y romanticón entre todos y todas, aunque Cosita era del mate y nada más. Esas noches de enero, de frentes con miles de gotitas, subiendo las calles hasta el centro pero mostrando poco para no avivar giles de cara al baile oficial. Y Cosita adelante, como vendiendo sus pescados. Zapatillas casi sin suelas, pantalones livianos para el baile casi eterno, los vecinos/as con las reposeras, buscando el fresco de las noches en las veredas, el sombrero que pasa para manguear “una ayudita”. Alguna bandera para mostrar algo y nada más. Eso también fue Cosita, porque cuando uno es popular, el festejo debe serlo así, compartido con todos.
Diciembre del 93 fue su último grito. El barrio quedó triste, enmudecido. Las aguas bajaron, ahora, más limpias, antes que comenzar a podrirse aún más hasta llegar a hoy, casi un río muerto que sigue viajando ya no como un cielo azul.
Cosita…el “piscauuuu” se silenció para siempre pero no los tambores, que en los primeros calores de noviembre comienzan a sentirse, ahora en la Defensa Sur, en ese pedazo de barrio que fue suyo hace tiempo, con colores de misterios, de Santa Rita, Malvones y Campanitas. Populares, silvestres, simples y bellas, como su “piscauuuuuu”.
El título recuerda a: En la bolsa del hombre que me dijo la hora iba la vida junto con su almuerzo.
Alfredo Zitarrosa.
Guitarra Negra.