El Tincho y el recuerdo de aquel otro 16 de enero

Por Gerardo R. Iglesias

El vestido de novia colgaba del alambre. El sol de la siesta lo hacía más blanco, más radiante, como ese cuerpo que había llevado en otro tiempo.
Flameaba como una bandera de rendición en el patio que era todo pasto y árboles, hasta donde uno perdía la vista.
Se bamboleaba con la brisa, como si quisiera mostrar unas piernas imaginarias bailando un vals, corto y lento, como la vida de quién se lo calzó por primera y única vez.
Parecía que sus leves mangas se sostenían en los brazos del Tincho. El Tincho era de la dueña del vestido, no de todas esas que le andaban atrás, que la mantenían alerta a pesar que el sólo tenía ojos para ella. Nada más que para ella.
El Tincho andaba por la Ruta 14 con el Mercedito 1114, llevando y trayendo mercadería.
Lo que fuera. Verduras, bebidas, mudanzas.
Lo que sea. Llegaba hasta Ceibas nomás, porque odiaba los puentes y a los porteños. Y para arriba, para el norte, hasta San Jaime. Para que salir de la Provincia.
Los domingos, los dos a la vereda, a matear en la tardecita o se iban a la isla. A Cambacua o enfrente. Buscaban un campamento, lejos del sabalaje que rompe la calma. La canoa tenía sus años pero bancaba fuerte el empeño de los dos por salir siempre que quedara un rato libre.
“Nuestro sueño” le habían pintado con un verdecito fluo sobre el más verde firme de fondo.
Y salieron. El Tincho y la Colo, para la isla. Había unas nubes allá abajo pero el Tincho no era de espantarse por esas grises que venían lento. Llegaron al campamento, armaron el fueguito. Sacaron la tira, los choris. Prendieron fuego. La Colo, agachada ahí, en patas, regalaba las gambas al Tincho y la quemadura del caño de escape de la Zanellita, la vez que se cayó cuando agarró un adoquín suelto en la Defensa.
Comieron con un par de Santa Fe. Cuando estaban por tirar el aparejo y las boyas, comenzó a soplar un vientito. “Vamonos” dijo la Colo. Y salieron, con los brazos firmes del Tincho. Doblaron enfrente a la Boca del Chanco y ya les quedó el riacho para remontarlo, con más viento y lluvia, que caía cada vez con más fuerza. El Puente se perdió entre millones de gotas y la canoa no resistió. Dio vuelta campana. El Tincho se prendió de uno de los remos. Buscaba a la Colo. No la encontraba. Pensaba en el 1114. El no lo hubiera dejado a pata. La canoa tampoco, porque lo pecheo en medio de la fuerte correntada. Estaba otra vez en posición. Se subió como pudo y le pegó el grito a la Colo. Solo escuchó el viento y la lluvia. No sabía bien donde estaba. Hasta que “Nuestro sueño” se clavó en el pasto y en el barro y lo tumbó hacia adelante. Ahí vio. Estaba en la Calderón, sin saber cómo había llegado ahí. La Colo no le respondía, no la veía. Ya no estaba.
El tiempo pasó. El Tincho quedó solo. Hoy toma mate en el barrio. Sobre la vereda, el 1114 espera salir otra vez. Pero el Tincho ya no quiere más. Los gurises que pasan para el club lo saludan, con cariño y con respeto, porque saben que aún espera a la Colo para encender el 1114.
En el patio, allá en el fondo, el vestido de novia anuncia una tormenta.
*En memoria de los fallecidos aquel 16 de enero de 1949 en lo que se conoció como la tragedia del Riacho Itapé, cuando en medio de una furiosa tormenta, el bote que los trasladaba se hundió, falleciendo: María del Carmen Castromán (Tota) de 18 años, Marta Ramona Hoet de 21 años, María Teresa Etcheverría de 21 años, Adela Chiapella de 19, María Luisa Chiapella de 10 años y Miguel Fernando Improtta, suboficial del ejército de 28 años. En recuerdo de mi madre, que me contaba ese día con lágrimas en los ojos.