Por Gerardo R. Iglesias
“Sus ojos azules muy grandes de abrieron” puede ser la última estrofa que se haya escuchado desde su pequeño parlantito, con el dial clavado en LT11 o, quizás, en la sanducera Felicidad AM 1420, cuando, por las tardes, Los Shakers rompían todo antes que Los Beatles.
Lo seguro es que su trajinada vida habrá permitido escuchar miles de partidos, cientos de goles, de esos que se alargan la oooooo del relator, pegada a la oreja de su dueño mientras se aferraba al alambrado de su cancha en la que no había goles. El cuero gastado, rajado, es fiel testigo de esas tardes de deportes.
La querida Spika llegó desde el Japón con sus cuatro pilas “chicas”, como ella, ideal para llevarla a la cancha, al tablón, al lado de la oreja, como un auricular roto, al que sólo le funciona un lau.
Fue sinónimo de cancha durante varias décadas en todo el país. De cancha, burros y autos, de todo lo que fuera al aire libre, todo lo que su nobleza pudiera recibir. Y con ella, nos llegaba el maravilloso mundo de la radio, haciendo correr la imaginación, “viendo” la jugada a través de las palabras que salían desde ese pequeño círculo con agujeritos, que ponía a las palabras colores mágicos, triste, alegres, pero siempre mágicos.
El Tano también tenía una Spika, que la quería y cuidaba como pocos. De vez en cuando le pasaba un poco de pomada de zapatos, de la marrón que venía en esa latita redonda, para que el cuero no se resquebrajara. Lo que más salía del pequeño parlante era Gardel, la quiniela, la oro, la de Uruguay, la que esperaba con el mate en el patio, casi siempre después de la seis de la tarde. El punto que “levantaba” pasaba a la mañana. Y el Tano le daba a los números de siempre, esos con los que venía perdiendo desde hace añares y algún otro que se le cruzaba en un sueño o en papelitos de la calle, de esos que el viento desparrama por todos lados.
El Tano arrancaba temprano los sábados con la radio. Patio siempre, después del almuerzo y de una pequeña siesta para bajar un poco el tinto y los tallarines. Las fotos seguían colgadas en las paredes, congeladas, marcando otros tiempos, ya lejanos para el Tano.
El puchito a medio terminar apretados entre los labios, para el lado de la izquierda. Y el partido que empezaba y con él, las puteadas del tano a todos. A los jugadores, los de su equipo y del rival, al relator, al otro punto que comentaba. A todos. Al Tano no le gustaban las exageraciones o los consejos, “anda jugá vo” pegaba el grito ante la primera critica. El sí podía “masacrar” a sus jugadores porque había estado allá abajo, en el verde césped. Fueron casi ocho años de brillo con la redonda hasta que una lesión lo sacó para siempre, lo tiró fuera de la cancha, a la que nunca pudo volver. Y le sacó todo. Su vida, sus afectos, sus sueños. Solo le quedó la spika, con la que sale al patio, con la esperanza que en una parte del relato se escuche “ahí va el Tano, con la de gajos pegada a la zurda. Va como bichitos de luz alumbrando el camino al gol”. Y ahí se queda el Tano, esperando que el relator alargue para siempre la o del “gooooooooollllll”. Pero nada. La spika estaba vez no lo acompañó. El rubio 9, torpe y grandote, la tiró afuera. Y el Tano comprendió que estaba soñando en el patio. Cuando terminó el partido, los números de la quiniela también lo sacudieron “ni a los 20 loco, ni a los 20” pensó mientras Carlitos empezaba a cantar “Rechiflado en mi tristeza, hoy te evoco y veo que has sido / En mi pobre vida paria…”
La apagó. Era demasiado.