Por Gerardo “pipo” Iglesias (Para LACALLE)
El Ruso entró al boliche casi a media tarde. En una de las mesas, el caudillo del partido que entonces era radical respondía unas preguntas a un pretendido periodista serio. Pasó por atrás, le acarició la cabeza con un seco “qué hacé, Juan” y siguió para el mostrador. El Ruso ya pisaba los 70, había sido puntero del PJ en tiempos en que la rosca política era para mejorarle la vida a la gente, tiempos en que se respetaba a la contra a pesar que ciertas cuestiones se dirimieran a los tiros. Y los unía el asco al milicaje, que reprimió sin importar el escudo, aunque algunos colaboraron con gusto.
Así pasó el Ruso. De la juventud a la vejez, rosqueando como puntero. Hasta que se asqueó y mandó al carajo todo. Su cementerio estaba repleto de familiares, de amigos, de adversarios y ya ni siquiera el camposanto le servía para aliviar penas. A veces lo aliviaba el sonido de la lluvia, sobre todo antes del inicio del verano, porque le recordaba al amor que se le fue, que ya no estaba.
Apuró el trago y se las tomó antes que termine de responder el radical que ya no era. Evitaba volver a hablar. Con él y de política. Se fue por la Chacabuco para el norte, despacio, sabedor que nadie lo esperaba en el departamento, modesto, que tenía pasando el bulevar.
La memoria se le fue para atrás, le contaba historias de Zitarrosa, de muchachas que vendían sueños mínimos allá arriba, en la Galarza, de pendencieros que conocía de épocas de elecciones, cuando buscaban el voto casa por casa, barro por barro, ese mismo barro que lo esperaba otra vez cuatro años adelante. De los canillitas, que eran amigos y confidentes de las noches y las madrugadas.
Todas fotos viejas, sepíadas, agrietadas, en un presente colorinche, abrumador, de pantallas de mundo nuevo. El Ruso se acomodó un poco el pelo, aún lacio y aguantando las canas, mientras el viento le reventó el pecho a poco de andar. Ajustó los botones grandes del sacón y siguió, pitando el negro manso, como con rabia en esa tarde gris.
Intentó calentar las manos en el bolsillo roto del sacón. Con los pasos sintió el brazo que se entrecruza con el suyo, el peso casi leve le arrancó una sonrisa y la última seca. Con la zurda liberó el pucho que quedaba en los labios, haciéndolo volar en trompos. No quiso mover mucho el derecho, quería seguir sintiendo ese peso leve mientras ya pasaba la Belgrano y se acercaba al Multieventos. No sabía si rodearlo o cruzarlo entre medio, casi a oscuras.
No quería mirar a su costado el Ruso. Sentía el peso del brazo en el suyo, cruzándolo con ese amor que siempre sintió cuando paseaban con la Chola por el centro, ese centro que ahora era otro, hosco, agresivo, repleto de luces invitando a comprar todo, hasta lo que no se necesita.
El Ruso siguió caminado. Dobló por la Belgrano enfilando para el bulevar. Quería alejarse del depto que ya estaba ahí, quería seguir sintiendo el peso del brazo de la Chola en el suyo, como siempre, para siempre. Como tantos de años de amor y militancia, de cuidar y hacerse cargo de gurises de otros porque ellos no pudieron, a pesar de tener tanto para dar. Se desquitaron con ese destino regalando mejores vidas a gurises que no la tenían.
El Ruso fue recordando aquella juventud rebelde y militante, transformando muros grises en consignas de vidas y esperanzas. El brazo de la Chola seguía regalando su peso. Se le había ido la Chola. Lo dejó acá con migajas en su corazón pero con la promesa firme de guardar ese tiempo en los cajones y salir a buscar los nuevos, mandar al diablo a los amigos que se fueron sin volver mientras emprendía nuevos viajes.
No pudo cumplir esa promesa. Siguió caminando con las manos hundidas en el sacón, el de los bolsillos raídos que aguantaban el peso casi leve y amoroso.
Le faltaba algo desde entonces, le faltaba una parte, caminando juntos, riendo, puteando, bebiendo hasta lo inmoral, para luego salir, juntos otra vez, hacia el sol reventado de los amaneceres veraniegos de Concepción. Ese vacío ya nada lo podía completar porque con la Chola se le fue la búsqueda también, esa permanente, y muchas veces hasta insensible, de un mundo mejor, de una ciudad mejor. La vida entera era ya una perdida para el Ruso y el mundo se había tornado más hostil, nervioso, urgente y agresivo. Libertario sin saber que es eso.
Llegó al depto, abrió despacio, como no queriendo entrar. Fue hasta el tocadiscos, con delicadeza dejó caer la púa. Todo el ambiente se inundó de Zitarrosa:
“Mire doña Soledad,
póngase un poco a pensar,
doña Soledad,
qué es lo que quieren decir
con eso de la libertad”.