El Roque, el viejo y las ropas en el alambre

Gerardo “Pipo” Iglesias
Periodista

El Roque metió la pata derecha primero, dejando la izquierda sobre esa arena que han pisado todos en el Puerto Viejo. Ahí, en la bajada de las lanchas, debajo del puente que cruza para la isla que antes era eso, isla de pájaros, carpinchos, tortugas y algunos ranchos. De los pescadores y de los otros. Pero volvamos al Roque. Con la derecha sobre la mitad de la canoa (verde como debe ser) y la otra en la arena, mientras que el remo se hundía en el agua para empujar y ahí si levantar la otra gamba. Las dos adentro. Y desde ahí, seguía hablando con los que se quedaban en la orilla. El espinel podía esperar. La charla sería sobre eso, no se alcanzaba a escuchar. Con un leve movimiento, el Roque sacó el remo del agua y el bote enfiló lento para el medio del riacho, mientras las carcajadas se hacían ecos en el renegrido cielo en el Itapé.

Cuántas veces enfiló ese bote para la Boca del Chancho y de ahí “pa los caños” o más allá. El Roque fue remando de parado un largo trecho, con el pucho apenas prendido recorriendo la boca. Llegando casi a la punta del balneario se sentó mientras el bote iba solo, en una estela silenciosa, como una compañera que va quedando atrás.
Llegando a la curva, enfiló para el este. Pa’ los caños.
El Roque había sido puntero izquierdo en el local. Siempre pegado a la raya, metía diagonal a pura gambeta y velocidad para enfrentar al arquero rival o tocar al medio para la llegada del 9, que era maleta pero con él fue goleador dos años seguidos. Desde la raya siempre le llegaban puteadas, algún escupitajo, pero no le importaba. El pescaba y jugaba para el Viejo, para su Viejo, que lo esperaba, siempre, después de los partidos, o cuando volvía de la recorrida del espinel. El Viejo esperaba la vuelta del Roque y le gustaba escuchar desde la costa del Itapé, casi desde la mitad del riacho “mañana tenemos chupín, viejito loco”. El Viejo se alegraba por eso, pero también porque volvía otra vez. Siempre con ese temor de que no volviera por más que el Roque conocía como pocos el río. El Roque lo cuidada al Viejo, que fue pescador antes que él, que le enseñó todo porque la vieja se fue para arriba cuando el apenas gateaba entre espineles, anzuelos y carnadas varias. Lo había visto, al Viejo, hacerse su casa con la pesca, casa de laburante con todo lo que eso cuesta en este país. La pecheó siempre, la remontó en varias épocas mientras el Roque crecía entre remos, recorridas y la escuela. Porque el Viejo no negociaba eso. La escuela primero, después el fútbol y la pesca.

Los domingo a la mañana salían los dos de recorrida, temprano y después a prender la parrilla al regreso. Algún doradito, choris, un pedazo de asado, por algo se prendía siempre. El Viejo escuchaba unos tanguitos por la CW35, pasaba al mediodía de LT11 y un tinto despacio. Era la gloria. Para el Roque y el Viejo. Una siestita y a verlo al Roque en el club del barrio, siempre pegado a la raya.
Hasta que llegó el corralito, ese engendro del 2001 que inventaron los que dicen que saben. Ahí el Roque se enteró que el Viejo tenía “amarrocado unos mangos”, todo para él, para que siguiera estudiando y zafara de ser pescador. Lo vio putear y llorar, hasta que no pudo más. Lo invadió la tristeza y se murió. Y al Roque se le murió una parte también. Y ya el colegio fue un sueño trunco de alguien que ya no estaba y el fútbol, el fútbol terminó por goleada.
Un simple paso por la casa del Roque dejaba al descubierto la ropa colgada en el alambre, secándose al sol del mediodía. No eran solo formas de telas como banderas sacudidas por el aire, eran también recordatorios de muertes, de familia que se fue yendo, de polleras que faltan, de camisas que ya no son apretadas por broches. Un simple ejemplo diario de la soledad del Roque.
Al Roque le quedaron el bote, los espineles, los anzuelos, algún campamento sin papeles pero que todos respetaban porque sabía que ese hueco en la isla grande, protegido por los árboles, con playita amigable, era del Viejo y del Roque. Poco a poco fue recibiendo más cosas. Una cama, una cocina, una heladerita chica, casi pasando a ser una casa, una casita. El Roque la fue armando, poco a poco, con la venta “del pescau”. Y se fue quedando ahí. La casa en la ciudad, la del Viejo quedó en el borde de la melancolía, en el umbral del abandono antes que el Roque, solidario por mandato del Viejo, se le cedió a la Gringa, que andaba por la vida con tres gurises y su hombre ausente.
Ahora, hoy, en estos días tan parecidos, tan crueles a aquel 2001, el Roque cada vez que llega al rancho en medio de la isla, las mojarras parecen armar una fiesta, imitando a los perros cuando llega su dueño. Los lomitos plateados dibujan estelas en el agua, a centímetros de la orilla, algunas saltan y el Roque, algunas veces, cree escuchar algún intento de saludo sin poder explicarse qué y cómo. El reflejo del agua tranquila le devuelve el cielo que parece una mezcla de nubes y de ángeles, de ángeles chiquitos, mientras el Sabalero llega desde la radio que nunca se apaga, colgada de un árbol al lado del rancho “palito mojarrero, saltitos de gorrión”. Allá, en el cemento que se reportaba en el horizonte del oeste, las miserias y las maldades de los que mandan volvían sobre las espaldas de los laburantes, con más saña, más fiereza, sin piedad. Demasiado para el Roque. Demasiado para todos.

El Roque ya no volvió a la ciudad. Siguió despidiéndose de los gurises con la ceremonia de siempre. Les dejaba la pesca diaria que vendían y se llevaba lo que precisaba, algo para comer, unos vinitos y ropa si hacía falta.
Una pata para adentro del bote primero, el remo clavado en el agua, riéndose con los gurises, el leve empuje, el remo que sale del agua y el bote que enfila, solo, rumbo allá abajo, en una estela silenciosa, dejando todo atrás.