Por Gerardo “Pipo” Iglesias (Especial para LA CALLE)
El Rojo había tirado “los tarros” como a 500 metros de donde los esperaba ahora. Eran diez. Los tenía contados. A los primeros cinco les dejó un chicote de metro y medio “maso”, encarnado con mojarra y los otros con la piola que le sobraba. Fue midiendo y encarnando con “tripa e’ pollo”. No los tiraba el Rojo, los dejaba suave por el costadito del bote y los empujaba con el remo, mientras murmuraba no sé qué puta de rezo, a media boca, bajo, susurrando casi con la misma delicadeza que hacía esa tarea.
Nunca lo vi llorar al Rojo. Nunca. Los brazos largos y las manos curtidas de mil chuzazos y anzuelos clavados. Nunca lo vi llorar. Sólo ese rezo a medio camino, implorando algo que nunca supe que. Cuando me enteré, era tarde.
Ese día, los brazos sin fe, casi sin futuro, abrazaron el balde de carnada para acomodarlo atrás al tiempo que los dedos alcanzaron la botella oscura, que descansaba a la sombra, ya por la mitad. Los lanchones de quienes toman el río para la joda le sacudían el bote pero no le importaba al Rojo. Ya nada le importaba. El sol se iba yendo detrás de las torres.
El río y su bote eran la vida para el Rojo. Mil inviernos ahí arriba. Miles de gotas, miles de lluvias bancó ahí arriba, esperando el pique o recorriendo espineles, miles de horas ahí para robarle algo al líquido marrón debajo suyo, a esta altura, el amigo de la vida. La vida misma del Rojo.
El río era amigo del Rojo. Ese pedazo al menos, el que navegaba siempre. Ni tan lejos de la costa a la que nunca quería volver pero volvía.
De vez en cuando arrancaba a cantar. Fuerte. Claro. Tenía linda voz el Rojo, debió haber sido cantor en sus épocas mejores, cuando el corazón era más alegre, cuando las ropas no debieron ser grises y raídas como las que calzaba hoy. Y salía siempre El Piropo…”¡que grande el Jaime, bo”….
Lo más blanco que hay/ Es la primera vez que vi nieve/ Lo más negro que hay/ Es un carro fúnebre cuando llueve/ Si quisiera decirte/ Lo más bello que evoco/ Usaría tu nombre/ Si no te ofendes/ Por el piropo.
Negra y blanca mi guitarra/ Blanca y negra la ciudad/ De los negros el candombe/ De los blancos viene el vals/ La noche es de tu cintura/ La luz de tu corazón/ Sin perder las esperanzas/ Te dedico esta canción.
Los tarros ya se veían cerca. Un par venían cabeceando, queriendo hundirse, irse lejos. El Rojo imaginaba siempre el paty ahí abajo, metiendo músculo y aleteos tirando para el fondo, para irse de ese gancho que primero le ofreció comida y ahora lo llevaba a la muerte. Muchas veces veía al bicho como un igual, peleando “pa´ zafarla”. Pero siempre los levantaba, como un hermoso trofeo chorreante de agua y desesperación. Dentro del bote los últimos coletazos se iban como los soles que siempre se perdían a lo lejos. Pero esta vez, uno de los tarros lo traicionó y tuvo que estirarse más. “Puta carajo, porqué no agarré el bichero”. Pero no fue solo eso. El bicho, ahí abajo, era grande, casi como él, de los que había esperado toda la vida. Enroscó el brazo en el hilo para levantarlo pero el tirón lo sacó del bote. El bicho lo llevó para abajo, con fuerza, como vengándose de los hermanos que terminaron en ese piso de madera verde, agrietado, boqueando un cacho de aire más.
El Rojo entendió todo. Y casi no hizo fuerza. Se fue para abajo tarareando al Jaime… Lo más lejos que hay/ Es el fondo del mar/ Lo más cerca que hay/ Es la panadería/ Y en el medio aquí estoy/ Recordando/ Cercana está tu mirada/ Lejano tu corazón/ Sin perder las esperanzas/ Te dedico esta canción.
Fue lo último del Rojo. La canoa quedó arriba. Esperando.
De amores y vidas truncas eran los rezos del Rojo.
Me enteré tarde, cuando ya el río lo abrazó para siempre.