Por José Antonio Artusi (*)
Henry George pronunció en 1885 una conferencia que fue publicada con el título “El crimen de la miseria”. En esa ocasión sostuvo que “… la miseria es un crimen… que la miseria es un mal, el más acerbo de los males, todos lo sabemos. Carlyle tenía razón al decir que el infierno que más espanta a los ingleses es el infierno de la miseria… El mal derivado de la miseria no se limita a los pobres únicamente; circula a través de todas las clases, aún de las muy ricas”.
Niveles altos de pobreza persistente como los que tenemos en la Argentina hacen imposible que quienes la sufren puedan desplegar libremente su potencial humano, y ofrecen un obstáculo poderoso para que sus derechos políticos y sociales puedan ejercerse en plenitud. Quienes no tienen garantizado cotidianamente lo mínimo para vivir de manera digna son presa fácil de demagogos y populistas, que aprovechan sus impostergables necesidades para convertirlos en prisioneros de prácticas clientelares basadas en el intercambio de dádivas y favores por apoyo político. Los niños pobres sufren especialmente las consecuencias de su privación de derechos; son los que acceden a peores condiciones de educación y salud, y quedan en situaciones muy desventajosas para encontrar cuando sean adultos oportunidades de movilidad social ascendente a través del trabajo. Sarmiento lo vislumbró claramente, cuando señaló que “lo primero que debe atenderse en todo el país es a proporcionar a la clase más numerosa y menos acomodada los medios de llenar sus primeras necesidades y particularmente aquellas que tienen directa influencia sobre la higiene y la salud”. Moisés Lebensohn, ya en el siglo XX, nos enseñó de manera elocuente que “la existencia de cada ser humano depende de la condición económica de su hogar. Es necesario que termine la inicua injusticia que marca una trayectoria de desigualdad desde el seno materno, puesto que la existencia del niño que se está gestando en el seno de la madre desnutrida, despojada de protección, que ve la vida con amargura y miedo, no es igual a la existencia del niño que se está gestando en el seno de la madre que mira la vida con alegría, con alborozo y sin temores”.
Ni maldición divina ni conspiración
La pobreza y sus manifestaciones, la exclusión y la segregación social, se concentra en asentamientos humanos cada vez más aislados y degradados, en los que diversos déficits -de empleo, educación, salud, vivienda, seguridad, etc.- se encadenan y retroalimentan en un círculo vicioso de reproducción del hábitat de la pobreza.
El crecimiento de la pobreza en Argentina no es producto de una maldición divina ni de una oscura conspiración de fuerzas malévolas extranjeras. Es producto de políticas públicas desacertadas, acumuladas a lo largo de décadas. Los pobres son víctimas, sobre todo, de las acciones de aquellos que los adulan con consignas falaces y los distraen con enemigos imaginarios para ocultar su verdadero rostro, el de la postergación sistemática de las respuestas a las necesidades de los más desposeídos.
Algunos datos sirven como ejemplo para constatarlo: En 2021 el programa Previaje, o sea subsidios a las clases medias y altas para viajes turísticos recibió más fondos que el FISU (Fondo para la Integración Socio Urbana), destinado a la urbanización de villas y asentamientos informales. Entre 2010 y 2021 hubo sólo 4 años en los que el gasto social total superó el gasto en subsidios energéticos: 2017, 2018, 2019 y 2020. En los demás, el gasto en subsidiar el despilfarro energético a los que pueden hacerlo insumió más recursos que el gasto destinado a mejorar las condiciones de vida de los sectores más vulnerables. Paradojas de una sociedad que parecería disfrutar engañándose a ella misma.
Tenemos una matriz tributaria basada en impuestos regresivos y distorsivos que gravan el consumo y desalientan el trabajo, la inversión y las exportaciones, con las consecuencias lógicas en las dificultades para generar empleo genuino. Y tenemos además políticas sociales absurdas, basadas en una bizarra superposición de subsidios focalizados y condicionales que generan dependencia y clientelismo, y que no promueven condiciones para el ascenso social porque, entre otras razones, caen en la “trampa de la pobreza”, o sea desalientan a sus beneficiarios a trabajar y progresar. Y tenemos a su vez un sistema de salud injusto e ineficiente, que discrimina y condena a los que menos tienen. Si le sumamos la crisis del sistema educativo y su cada vez mayor segregación por estratos sociales tenemos la tormenta perfecta.
Ordenar la economía
Necesitamos ordenar la economía y crecer, obviamente; son condiciones necesarias, pero no suficientes. Necesitamos también una profunda reforma de nuestro sistema impositivo y de las políticas sociales, asignar mejor los recursos, y transformar las políticas públicas que deberían brindan universalmente educación y salud de excelencia para todos.
Si la pobreza realmente nos preocupa en serio deberíamos ocuparnos, teniendo en claro al menos tres premisas fundamentales:
La pobreza estructural es incompatible con la democracia genuina y con el desarrollo sostenible.
La pobreza no es un fenómeno natural, es una consecuencia de nuestra deficiente organización social, y por lo tanto puede y debe revertirse.
La lucha contra la pobreza debería ser la prioridad número uno del próximo gobierno nacional.
(*) Arquitecto Especialista en Planificación Urbano Territorial, integra la Cátedra de Planificación Urbanística de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UCU. Diputado Provincial (UCR) 2007-2011 y 2015-2019.