El cerebro de los niños y la pandemia

Por David Bueno

Nos gustan las rutinas porque nos aportan confianza. Pero también gozamos de las novedades, puesto que suponen una fuente de nuevos desafíos y estímulos. Por eso combinamos rutinas con novedades.
Pero la pandemia ha cambiado nuestras rutinas y las posibilidades que tenemos de modificarlas de manera deseada, por placer. Ha cambiado para los adultos, pero también para los niños. La cuestión es: ¿pueden afectar estos cambios, producidos por la necesaria gestión de la pandemia, al desarrollo de su cerebro?
Desde que se inició la pandemia hasta la fecha se han publicado alrededor de un centenar de trabajos científicos, además de diversos informes de otras instituciones, desde la OCDE hasta la Unesco.
Desde una perspectiva estrictamente médica, en algunos casos severos la infección por el virus causante del covid-19, el SARS-CoV-2, puede provocar problemas neurológicos en ciertas personas. Lo que, en el caso de afectar a niños, podría afectar su neurodesarrollo. Sin embargo, las evidencias médicas recogidas hasta la fecha indican que los niños no son los más afectados por el covid-19. Además, en la mayoría de los casos los síntomas que tienen son de naturaleza leve.
Lo que tal vez no sea tan leve es cómo las restricciones que les imponemos afectarán al desarrollo de su cerebro. Y, con él, a su vida mental posterior, puesto que es en el cerebro, en sus conexiones neuronales, donde se generan y gestionan todos nuestros comportamientos.
No podemos obviar que, hasta la fecha, 188 países han impuesto el cierre de escuelas en todo el mundo en algún momento u otro de la pandemia, lo que ha afectado a más de 1.500 millones de niños y jóvenes.
Ansiedad, ira y estrés
Todos los estudios realizados hasta la fecha identifican un incremento generalizado de ansiedad, estrés, tristeza, depresión e incluso ira. De hecho, recientemente se ha detectado una correlación entre la duración de los confinamientos y cuarentenas y la manifestación de síntomas de estrés postraumático.
Por supuesto, unas personas se ven más afectadas que otras, en función de su temperamento y el apoyo que reciben de su entorno. Pero es algo palpable en la sociedad en su conjunto. Y además, pensando en la infancia, se ha comprobado que estos estados anímicos se “contagian” de padres a hijos.
Todas estas respuestas conductuales y emocionales son coherentes con la idiosincrasia humana. Somos una especie social, así que cualquier restricción a los encuentros sociales incrementa el nivel de ansiedad, de estrés y de tristeza.
A esto se le suma que el miedo a enfermar, o a que se enfermen nuestros seres queridos, también incrementa estos parámetros. Y puede generar reacciones de ira al no poder lidiar adecuadamente con la situación. Que sean coherentes no implica que estén exentas de consecuencias a medio y a largo término, especialmente en los niños. El motivo es simple: el cerebro va construyendo sus redes neuronales a través de las interacciones con el ambiente. Así que cualquier cambio ambiental afecta la construcción del cerebro. Es lo que se denomina plasticidad neuronal, y es máxima durante la infancia. Por este motivo la infancia es la etapa de la vida en que los factores ambientales nos influyen más, siendo los tres primeros años de vida los que presentan una mayor vulnerabilidad.
Sin ir más lejos, durante la primera infancia los niños aprenden qué son y cómo se expresan las emociones. Lo hacen observando el rostro de los adultos. Pues bien, el uso de barbijos disminuyendo estos aprendizajes. E incluso se ha visto que dificulta el aprendizaje del idioma. Esto tendrá, no cabe duda, consecuencias en su futuro, aunque es difícil prever hasta dónde van a llegar.
Uno de los pilares para superar las adversidades es la interacción entre las personas, que brinda apoyo emocional. Pero, precisamente, muchas de las medidas adoptadas, como las cuarentenas, comprometen estas interacciones.
No se trata de ser alarmistas, ni mucho menos. Debemos aprovechar los conocimientos científicos derivados de estos y otros trabajos para evitar que las personas más vulnerables, aquellas que pueden terminar arrastrando consecuencias más duraderas, las niñas y los niños, vean su vida mental perjudicada por las restricciones que les imponemos a los adultos, por los cambios sociales que se derivan de estas restricciones y por los miedos que, a menudo sin darnos cuenta, les transmitimos.