De oros olímpicos

Marcelo Sgalia
Jefe Redacción de LACALLE

José
José pedalea al frigorífico donde se gasta la vida; va acompañado por la noche. Esta, como todas las anteriores y las que vendrán. Hoy no lo alumbra la luna, esa amiga que tantas veces le iluminó la ruta y los camiones repletos de rodillos de madera que van a fondo para el puerto y le acarician el cuerpo. Mirá si José sabrá de hacer piruetas con su bicicleta. Saluda levantando una mano. La otra no la despega del manubrio; la calle y la edad no da para hacerse el canchero cerca de la esquina. Hoy, como todos los anteriores y los que todavía no alcanzó. Va riendo, antes de dejar el poco aire que su asma le negocia al encarar la subida en el Acceso Roberto Uncal. Sabe que el camino que conduce hace 30 años le guarda una bajada más adelante. “Voy como el Maligno”, suelta con su compañera de dos ruedas. Por una noche, al menos, afirma su felicidad en los pedales y sonríe. Por un tipo y un deporte que ni siquiera registraba hasta hace dos noches. Como casi todos y todas. Pero que ayer, a la vuelta de su jornada, lo encontró secándose lágrimas frente a la tele.
Si hay una bici que atravesó noches de nieblas y heladas abrazando luchas, arriesgando el cuerpo y soñando, es la de José. Porque José y su bicicleta entienden que eso también es volar y hacer malabarismos para perder casi siempre sabiendo que alguna vez llegará una victoria. Hay cientos uruguayenses como José. Haciendo trucos y piruetas para poder ser felices, simplemente llegando a fin de mes tras ver cómo hacen para pagar boletas impagables que hacen que los miles de José tengan cada vez menos y los que más tienen tengan cada vez más. Pero este José, y los otros José, pedalean sobre la niebla sus noches de soledad. Porque los oros olímpicos también se los cuelgan tipos como él.

Teresa
Teresa, que fue mi abuela y que partió al otro lado de las cosas hace algunos años, no lo hubiera mirado. Hubiera estado en la cocina del quinto piso de su departamento de Flores preparando el mate de plástico, metiéndole agua directamente de la pava, que sólo sacaba de la hornalla para eso y la regresaba al hervor del fuego; usando la bombilla para revolver su mate. Hay una altísima probabilidad que nos hubiera discutido a mí y a mi abuelo que ese Maligno jugó en Boca o fue actor de alguna novela venezolana. Y le hubiéramos contestado: “No Teresa, no…” hasta darle la razón un minuto o dos después y que vuele a sacar esa pava del fuego.
Mientras el Maligno volaba por los aires franceses, mi cerebro voló como si fuera el genial Hugo Silva en el túnel del tiempo y me metió en el circuito que abraza al lago del club Ciudad de Buenos Aires en unas vacaciones de verano. Era un gurí, tenía una bici y le habíamos sacado las rueditas. Claramente vi a mi abuela que se fue de este mundo luchando contra un cáncer y un alzheimer -jodido partido-, gritar de felicidad cuando en el enésimo empujón salí a fondo y me mantuve en pie por primera vez sobre dos ruedas. Ella me había sostenido con el amor de las abuelas; me había levantado de varias caídas y alentado para que no deje de intentarlo, aún con miedo a caerme. Los oros olímpicos también sirven para que todos viajemos a nuestras historias.

Pocho
León Gieco transformó a Pocho Lepratti y su bicicleta en una canción. Y le dibujó alas. La tituló “El Ángel de la Bicicleta”. Entonces, cada vez que vemos una bici, cantamos, cambiamos ojos por cielo, fe por lágrimas, sacamos cuerpo y vemos una bicicleta alada que viaja por las esquinas del barrio, por calles, por las paredes de baños y cárceles. Y nos acordamos de sostener un grito: “Bajen las armas que aquí solo hay pibes comiendo”.
Como ayer en París, cambiamos buenas por malas, felicidad por llanto. Cubrimos las luchas más que con flores y cuidamos de la bondad más que con plegarias. León nos recuerda cada vez que suena esa canción que cada bicicleta argentina que vuela es la de Pocho que tiene alas. Este oro olímpico también fue una bicicleta alada como la del Pocho.

Antonio
En 1948, aún con una Italia deshecha por la guerra y dividida ideólogicamente entre fascistas, socialistas y comunistas, el director Vittorio De Sica dirigió “Ladrones de Bicicletas”, para los que saben una de las cien mejores películas de la historia. El cine apostaba fuerte por el “neorrealismo” y una de sus razones era hacer películas con poco dinero. Otra era mostrar la verdad, a la gente común. La séptima obra de De Sica fue sencilla y sutil. Pero necesitó ocho guionistas basada en un texto de base de Zavattini y sobre una narración de Luigi Bartolini. “La cámara quedará abierta a todo lo que pase delante de ella”, dijo Zavattini. Y pasó una joya del cine clásico.
En una zona suburbial de Roma, un obrero en paro, Antonio Ricci, encuentra laburo para fijar carteles. Pero necesitaba una bicicleta. Esa que había tenido que vender para comer. María, su mujer, empeñó sus propias sábanas para conseguirla. En el primer día de trabajo, alguien igual de necesitado que él, se la robó. Antonio (interpretado por Lamberto Maggiorani) tiene el fin de semana para recuperarla, de lo contrario no podrá trabajar el lunes. Con su pequeño hijo Bruno y un basurero amigo se largan a la aventura. En un estadio de fútbol encontrará decenas de bicicletas para robar una. En su desesperación, será detenido por robo. Lo salvarán las lágrimas de su hijo ante la Policía.
Hace un rato, un oro olímpico, recordaba una broma con el robo de asientos y ruedas a bicicletas aparcadas en una villa olímpica. Aún en situaciones tan opuestas, esta presea dorada tuvo la belleza del cine de De Sica.

El Maligno
Esta historia de reparto escondida en el fondo de algún cajón de algún escritorio ahora la sabemos todos. Porque así son los oros olímpicos. Ese vuelo hermoso que alumbró la luz parisina nació en Santa Cruz de la Sierra, se edificó con miles de caídas en el interior argentino, buscó soluciones en consultorios de neumonólogos, se alimentó de decenas de quebraduras y no se rindió en todas las puertas que no se abrieron hasta ayer. Hoy, de este Maligno ya sabemos con qué amores anduvo y hemos probado las tortas y el pastel de su mamá jujeña y escuchado los chistes de su viejo cordobés.
Por suerte se mató a porrazos con los colores de esta Patria y su vuelo le dibujó sonrisas a todos los otros José que pedalean la vida. Porque los oros olímpicos como este deportista, en un país que cada vez tiene menos presupuesto para estas historias, están hechos de todos los José que se calzan una bicicleta a diario para ir a laburar, los abuelos que nos empujan en la infancia, los Pocho que pedalean los barrios olvidados del interior para darle de morfar a los gurises y gurisas que se siguen cagando de hambre y los que nos mostró De Sica en blanco y negro, dejando la cámara prendida en una esquina de los suburbios.