Casi una de cada 10 personas en el planeta viven en condición de hambre. Más de 56,5 millones de latinoamericanos y caribeños no logran consumir alimentos que les brinden siquiera el mínimo de energía que necesita un ser humano para mantener una vida normal; es decir, viven en condición de subalimentación, o, en palabras llanas, padecen hambre. Unos 93 millones de personas viven en condición de inseguridad alimentaria grave y 268 millones en inseguridad alimentaria moderada o grave. En total, casi cuatro de cada 10 habitantes de América Latina y el Caribe no logran alimentarse suficientemente. Al mismo tiempo, 106 millones de adultos viven con obesidad, en buena medida porque este es el lugar del planeta donde es más cara una dieta saludable: 22% por encima de lo que cuesta en Europa o Estados Unidos y Canadá, por ejemplo. Todo ello, en la región que es la principal exportadora neta de alimentos del planeta, y que produce suficiente comida para satisfacer los requerimientos básicos de energía de 1.300 millones de personas, el doble de su población.
Estas son algunas de las cifras incluidas en la nueva edición de “El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2022”, informe publicado por cinco agencias de las Naciones Unidas, bajo la coordinación de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Sumamos ya siete años de retroceso en la lucha contra el hambre en América Latina y el Caribe. Ello se debe al cambio climático, a los conflictos y guerras, a la pandemia, al débil crecimiento económico, y sobre todo a las desigualdades, pero también a la indiferencia.
Un factor no menor que contribuye a agravar la inseguridad alimentaria y nutricional, son los malos apoyos al sector agroalimentario. Se destinan 630.000 millones de dólares a apoyar al sector agroalimentario, mediante transferencias directas que suelen beneficiar a los agricultores de mayores recursos y a empresas de gran tamaño. No tendríamos que lamentar estas cifras de horror si ese mismo financiamiento se reorientara a promover el acceso de la población a una alimentación suficiente, inocua y saludable. La tragedia, entonces, no es solo el número creciente de niñas, niños y adultos que viven el drama del hambre y la malnutrición. Es también que la solución está ahí, al alcance de nuestra mano, pero no la vemos, o no la queremos ver.