Cien años sin el tenor más famoso e idolatrado del mundo

Hace un siglo callaba para siempre en Nápoles la voz del ya entonces mítico cantante,  Enrico Caruso, ese nombre que surge con naturalidad cuando se habla de un tenor lírico y del que se rumorea que fue quien le enseñó a Carlos Gardel el recurso de utilizar el sonido «r» en lugar de «n» para aceitar ciertos pasajes.

Nacido entre el 24 y el 25 –hay dudas al respecto- de febrero de 1873 en la ciudad cercana al Vesuvio, entonces Reino de Italia, tuvo el privilegio de ser uno de los primeros en su género en dejar registro grabado de su arte, sea en cilindros de cera o en primitivos discos de pasta, que fueron muchos y muy reproducidos.
Quien desee emocionarse a fondo al escuchar, por ejemplo, Una furtiva lágrima en su garganta, acompañada por músicos que hoy son fantasmas, puede acudir a las plataformas digitales, capaces de reproducir y limpiar de impurezas aquellas interpretaciones rescatadas por arcaicos aparatos que impidieron el olvido.
Él mismo llegó a realizar una caricatura de sí mismo, en la que sopla en una especie de embudo piramidal colocado en la pared, en una aproximación a lo que serían los toscos métodos de la época.
Nacido en una humilde familia napolitana, fue mecánico y operario de una fábrica textil, pero aún sin conocimientos técnicos comenzó a cantar para quien quisiera escucharlo y, tras tomar clases con un maestro local, a los 22 años intervino en una ópera titulada L’amico Francesco» aunque fue en Milán, a los 25, en 1898, cuando obtuvo un gran éxito con otra, Fedora, de Umberto Giordano.
Caruso inventó una técnica que influyó notoriamente en otros tenores italianos e, incluso, en los franceses y fue convocado por teatros de Roma, San Petersburgo, Lisboa, París y Londres, donde debutó en el Covent Garden con Rigoletto, de Giuseppe Verdi, que luego llevó al Metropolitan Opera House de Nueva York, en 1903, donde, según los aficionados a las estadísticas, llegó a realizar 863 veladas a través de los años.
Caruso estuvo varias veces en la Argentina y siempre fue tratado como un semidiós, una categoría que no llegaron a alcanzar otros colegas de similar desempeño artístico. La primera fue en 1899 en el primitivo Teatro de la Ópera, ubicado en el mismo lugar que el actual homónimo, pero en un edificio que fue demolido, considerado la ‘catedral’ del arte lírico en tiempos en que el nuevo Colón estaba siendo levantado.
Allí mismo hizo una seguidilla durante 1900 con Cavalleria rusticana» de Pietro Mascagni; Manon, de Jules Massenet; y La bohème, de Giaccomo Puccini, que repitió en 1901 y 1903, cuando agregó Adriana Lecouvreur, con música de Francesco Cilea y libreto en italiano de Arturo Colautti, con la incorporación en el podio de Arturo Toscanini, aquel revolucionario que obligaba a apagar las luces de las salas para que el público se concentrara en la escena y evitara cuestiones sociales. En 1915 hizo su regreso triunfal en el nuevo Teatro Colón, abierto en 1908, con el estreno local de Lucía de Lammermoor, de Gaetano Donnizetti, junto a la soprano milanesa Amelita Galli-Curci, que la pareja repitió en el Ópera de Rosario y el Odeón de Tucumán.

Quizás sus últimas actuaciones en el país se hayan cumplido en 1915, pero es difícil rastrear detalles al respecto.

Caruso fue el tenor mejor pago de su tiempo y su carácter mundano completaba su labor en los escenarios, donde su voz, de una potencia poco usual, se unía al color particular de su emisión, en tanto la masificación de sus grabaciones rompieron con los prejuicios de sus colegas, reacios a esas excentricidades.

Su carácter alegre y extrovertido, su talento dramático en el escenario y una voz de tenor casi perfecta, con una potencia soberbia, hicieron de él uno de los vocalistas más aclamados de la historia.

Contribuyó grandemente a su popularidad la difusión a través del fonógrafo de sus interpretaciones, lo cual supuso el inicio de un nuevo fenómeno de masificación de la música.

En 1920, mientras actuaba en Brooklyn, sufrió fuertes dolores en el pecho: aparecieron serios problemas pulmonares y fue operado varias veces en Nueva York, hasta que en junio de 1920 decidió volver a su tierra, según él «para sentir el aroma de los naranjos y limoneros del Golfo»: algunos sostienen que ya presentía el final de una vida fuera de lo común.

Su enfermedad era el cáncer de pulmón, entonces letal. Tenía solo 48 años de edad cuando falleció.