A mí también me duele

por Ana Hernández

Una vez, en una taciturna medianoche,
mientras meditaba débil y fatigado,
sobre un curioso y extraño volumen de sabiduría antigua,
mientras cabeceaba, soñoliento, de repente algo sonó,
como el rumor de alguien llamando suavemente
a la puerta de mi habitación.
“Es alguien que viene a visitarme —murmuré– y llama a la puerta de mi habitación.
Sólo eso, nada más.”
Ah, recuerdo claramente que era en el frío diciembre,
y que cada brasa que moría forjaba en el suelo su espectro.
Ardientemente deseaba la aurora; raramente habría buscado extraer de mis libros una distracción para mi tristeza, tristeza…. por mi Leonor perdida.

De Edgard Allan Poe –El Cuervo– es un fragmento que viene a colación para graficar la tristeza y las pérdidas. La llegada de la pandemia al planeta está a punto de cumplir dos años, y sin embargo se la sigue negando. Negando no como enfermedad, pero sí como un fenómeno social colectivo de escala mundial y sus consecuencias. Negando para el mercado y su enunciado. Cuestionando al Estado; castigando y erosionando el sentido común en cada restricción.

Estamos asistiendo a un recambio de paradigmas y esos cambios traen resistencias. La disputa discursiva en donde los gobiernos de cualquier tinte, excepto los liberales darwinistas pierden en la enunciación. Esa es una pregunta muy locuaz a la hora de los análisis. Por qué los gobiernos populares pierden en su estrategia comunicacional y por lo tanto en interpelar a la clase trabajadora y media en la defensa de sus derechos, sociales y también humanos.

El futuro ya llegó dice la canción y es la pelea por los recursos, ya se plasma en los territorios la pelea por la tierra y los espacios con acceso al agua dulce. En ese plano el momento de transición es complejo por su hibridez. Nada está tan claro. Los medios de comunicación no estamos hablando de la vida y estamos contando las muertes. Hablamos de la cantidad de muertes, pero no de quienes seguimos irremediablemente vivos.

No habla del frio en los huesos ni los amaneceres y los insomnios con el miedo a la muerte siempre latente. Ni de quienes trabajaron en la calle y mucho menos de las almas rotas anónimas que se perdieron todas por ahí. Sin embargo, de alguna manera en simultáneo se niega la muerte desde todos los ámbitos e instituciones.

Negar por sobre todas las cosas el dolor y las consecuencias, las secuelas de las pérdidas, físicas, emocionales y materiales. Hay consecuencias de los padeceres del encierro, y de las muertes que el mundo y nuestros círculos más íntimos han sufrido. Hay una intolerancia a la espera, a vivir y transitar los procesos. Procesos, esa es la instancia más negada. Es un momento y un tiempo de procesos y transición que nadie desea transitar.

La adultez tiene una actitud donde no toleran esperar ni el preparado de una chocolatada, ni la comprensión de los peldaños para llegar a la cima de la montaña. No hay espera. No hay idea del proceso y mucho menos del goce del recorrido por el recorrido mismo. Una especie de ansiedad (no la del diagnóstico). Lejos quedaron esos momentos donde nos educaban resolviendo problemas, o esos eternos cálculos de una sola.

Una vez le dije a mi analista:  me gustaría dormir tres meses para que el tiempo pase rápido y despertar cuando ya no duela. Y él respondió: si duermes tres meses y despiertas estarás parada en el mismo lugar. Es un regalo de diván para comprender que los procesos deben transitarse y vivir para sanar.

Dice la academia: El duelo es la reacción emocional y del comportamiento que se manifiesta en forma de sufrimiento y aflicción cuando un vínculo afectivo se rompe. Es una respuesta adaptativa que suele producirse en el contexto de la muerte de un ser querido, como reacción ante la pérdida de una persona amada o de alguna abstracción que ha ocupado el lugar de aquélla. En términos generales es un proceso normal, por lo que no se requieren situaciones especiales para su resolución.

Puede tratarse de alguna abstracción que ha ocupado su lugar, como la patria, la libertad, un ideal, entre otros. No se dispone de una respuesta a la pregunta de cuándo se ha terminado un duelo, por lo tanto, en la inmediatez lo único importante es comprender que no es habitual una pandemia, que vivimos casi dos años con el miedo latente a morir, y que en esa transición también fuimos personas aisladas de seres queridos. Por lo tanto, lo mínimo que podemos hacer es aceptarla, comprender los tránsitos y los procesos de manera colectiva con la esperanza y la convicción que al final siempre hay recompensa.