A 70 años del golpe de Estado que derrocó al General Perón

El 16 de setiembre de 1955 se puso en marcha la insurrección que se autodenomino Revolución Libertadora y que el pueblo peronista llamó “Revolución Fusiladora”

 



Por Alfredo Guillermo Bevacqua

El 16 de setiembre 1955 se cumplían 93 días del mayor atentado terrorista registrado en la historia argentina llevado a cabo el 16 de junio de 1955.  Ese día, Buenos Aires, al mediodía y en las primeras horas de la tarde se convirtió en la única capital de América bombardeada por las propias fuerzas armadas creadas para la defensa del territorio nacional y los bienes de las Nación. Querían matar al Presidente constitucional General Juan Domingo Perón,  elegido por la voluntad popular. No pudieron, porque una trabajadora -empleada doméstica-  contó lo que había escuchado. Era quien hacía las tareas de limpieza en el domicilio del teniente de navío Carlos Massera, hermano de uno de los personajes mas siniestros y oscuros de nuestra historia reciente: el almirante Emilio Eduardo Massera, integrante de la Junta de Comandantes en Jefe que encabezó el golpe que instauró el Proceso de Reorganización Nacional.

Bombas sobre Buenos Aires

Franklin Lucero, ministro de Guerra llevó a Perón al Edificio Libertador, sede del comando del Ejército. Era seguro que los aviadores no se animarían a bombardear ese edificio. Entre las 12,40 y las 17,30 murieron centenares de hombres, mujeres y niños. Oficialmente se recogieron 383 cadáveres.  Una investigación realizada por la revista Extra revela 2.000 muertos. Como fracasaron en su intento de dar muerte al Presidente, descargaron un centenar de bombas, dispararon las ametralladoras del avión y hasta dos tanques con combustibles cayeron sobre las bocas de los subterráneos, sobre tranvías, colectivos y columnas de obreros que marchaban hacia Plaza de Mayo. Seis horas después de iniciado el ataque se rendirían los sublevados, huyendo al Uruguay que acogería, como héroes, a los asesinos, entre ellos el capitán Jorge A. Mones Ruiz, que llevó como copiloto a un futuro canciller de la Nación, el radical Miguel Angel Zavala Ortiz, quien se desempeñó como Ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno del Dr. Arturo Umberto Illia (1963-1966). Es preciso señalar que nunca se conoció que Zavala Ortiz haya pedido disculpas por su criminal participación.

La mecha había sido encendida.

El general Pedro Eugenio Aramburu, los coroneles Señorans, Ossorio Arana y Guevara eran los encargados de planificar el alzamiento; también participaba el General (RE) Eduardo Lonardi, que contaba con amplio apoyo del nacionalismo católico.  Promediando agosto del ´55, estaba avanzada la planificación, pero surgieron divergencias: Aramburu decía que “todavía no estaban dadas las condiciones y que el gobierno estaba preparado para repeler”; Lonardi, opinaba lo contrario y el 14 de setiembre  viajó en micro hacia Córdoba, “con $ 12 pesos en el bolsillo”, porque contaba con el apoyo de oficiales de la Escuela de  Artillería, con asiento en Córdoba capital, del general Lagos en Mendoza, y Aramburu que se encargaría de la sublevación de las unidades del Litoral.

Lonardi: “usar la máxima energía”

El general Lonardi el 15 de setiembre estuvo en una residencia en La Calera, a 19 kilómetros de la capital cordobesa, pero en los  minutos iniciales del viernes 16 de setiembre puso en marcha el golpe de Estado. Lo primero que hizo fue dejar en claro a quienes lo secundarían que “Hay que ser brutales y proceder con la máxima energía”. Y lo demostró con acciones. Acompañado de una decena de oficiales ingresó hasta el dormitorio del Jefe de la Escuela de Artillería, exigiéndole que se sumara al movimiento golpista, al  notar un amago de resistencia, Lonardi le descerrajó un balazo que rozó la oreja del Jefe.  También había sostenido la necesidad de “matar a Perón”; no logró su propósito porque el General Perón se asiló en la embajada paraguaya y el astuto embajador Chavez se lo llevó a un buque de guerra paraguayo. Después Perón diría que  “Lonardi fue mi adversario mas honesto”.

Con ese nivel de decisión y violencia  se inició el golpe que derrocó al gobierno que impulsó “el primer modelo socialmente armónico y económicamente inclusivo  de la historia argentina”, y que había logrado la mayor transformación social registrada en un siglo y medio de existencia.

A los insurrectos no les importaba la muerte ajena

No mentía la información oficial cuando daba cuenta que las tropas leales dominaban la situación y recuperaban lugares que habían sido ocupados por los golpistas. Pero  los rebeldes estaban dispuestos a todo; su fortaleza estaba en el mar. Como una cruel ironía del destino la nave insignia de la revolución era el crucero “17 de octubre”, al mando del tristemente célebre vicealmirante Isaac Francisco Rojas, que avanzó por el Río de la Plata,  hasta  la altura del Pontón Escalada. Desde allí exigió la renuncia del Presidente de la Nación, en caso contrario, bombardearía  a la capital de los argentinos y a la destilería de la ciudad de La Plata.  Para dar certeza de su decisión ordenó que el crucero 9 de Julio se  apostara frente a Mar del Plata, para “reducir a polvo las instalaciones petroleras de Mar del Plata”. Nunca se dilucidó cuantas personas murieron entonces por “la valiente y patriótica” decisión del futuro vicepresidente de la Nación.

Ya el 19 de setiembre las tropas leales que respondían al Ministro de Guerra, Gral. Franklin Lucero, encabezadas por el General Sosa Molina había recuperado el aeropuerto internacional de Córdoba; un día antes -el 18- se había recuperado la base de Río Santiago, e inmediatamente iniciaron las tareas de recuperación de la capital cordobesa -en la que apenas un año después resonaría un cántico: “¡Córdoba la heroica, arrepentida está!”- ; por tierra las tropas convergían para sitiar las base naval de Puerto Belgrano.

Por su parte, el General Aramburu, que en visitas nocturnas , identificándose como “General Farina” había intentado sumar al Regimiento de Gualeguaychú, fracasó en su intento; en la madrugada del 16 de setiembre huyó prestamente hacia el campo de Remonta y Veterinaria que el Ejército tenía o tiene aún en Arroyo Clé, en las cercanías de Gualeguay. Las ruedas de un pequeño avión Havilland, se habían despegado apenas centímetros de una pista de tierra y despareja, cuando llegaba velozmente un auto con una comitiva dispuesto a detenerlo; efectuaron disparos de pistola que se perdieron en la primera y difusa claridad de un día que sería para siempre oscuro en la historia de la Patria.  Horas después el falso “General Farina”, abrigado con una chalina marrón, aterrizaba en Curuzú Cuatiá; en Buenos Aires había quedado su esposa, convencida que pronto sería primera dama.

El regimiento correntino se había plegado al movimiento encabezado en Córdoba por el General (RE) Eduardo Lonardi, que apresuró el levantamiento contra la opinión del mencionado Pedro Eugenio Aramburu, que era el general mas antiguo en el bando rebelde.

Rojas dispuesto a todo

Las fuerzas leales al gobierno constitucional disponían de capacidad de fuego suficiente para dominar la situación, pero el entonces vicealmirante Rojas -como ya dijimos- estaba  dispuesto a todo; no le importaba el derramamiento de sangre; no le importaba la destrucción de una parte de la ciudad de Mar del Plata; no le importaba que se perdiera la producción de petróleo.  Solo le importaba derrocar el gobierno que había cometido el dislate de  dar entidad  a “el otro”;  que había tenido la defachatez de otorgar derechos a los niños, a los ancianos, a los trabajadores; que le había dado a la mujer la trascendencia que por ser persona merecía; que había “despilfarrado” dinero otorgando el aguinaldo, que había dispuesto el otorgamiento de vacaciones pagas, que a la matriz productiva del campo, había agregado la industrialización para llegar al pleno empleo, que había nacionalizado las empresas de transporte,  que había achicado la brecha entre ricos y pobres; que había establecido la gratuidad universitaria para que  los hijos de los trabajadores pudieran estudiar y ser profesionales, en fin, “era demasiado…”

Una carta en la madrugada

Dijimos antes que no hay certeza de cuantos murieron en Mar del Plata. Por todo eso, Perón el 19 de setiembre pasó la noche en la casa de Evita, en la calle Teodoro García,  en la que habían vivido cuando se casaron. Allí redactó una carta dirigida a los generales y buscó el manuscrito original de Mi Mensaje, que su esposa había dictado poco antes de su muerte. En los primeros minutos del 20 de setiembre entregó la carta a su ayudante el mayor Alfredo Renner, dirigida a los generales: “El Ejército puede hacerse cargo  de la situación, el orden y el gobierno, para construir la pacificación de los argentinos antes que sea demasiado tarde, empleando para ello la forma mas adecuada y ecuánime. Creo que ello se impone para defender los intereses superiores de la Nación. Estoy persuadido que el pueblo y el Ejército aplastarían el levantamiento, pero el precio sería demasiado cruento.

Yo que amo profundamente al pueblo, sufro un desgarramiento en mi alma por su lucha y su martirio. No quisiera morir sin hacer el último intento para su paz, su tranquilidad y felicidad. Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi honradez ciudadana me inclinan a todo renunciamiento personal en holocausto a la Patria y al pueblo. Ante la amenaza de bombardeo a los bienes inestimables de la Nación y sus poblaciones inocentes, creo que nadie puede dejar de deponer intereses o presiones. Creo firmemente que esta debe ser mi conducta y no trepido en seguir ese camino. La Historia dirá si había razón de hacerlo.”.

Tal vez en el mismo momento que Perón escribía su carta al generalato, el jefe rebelde, general Lonardi, desde Córdoba le decía al también general rebelde Julio Alberto Lagos -hasta 1954, peronista, integrante del GOU, que tuvo éxito en el levantamiento de Mendoza-: “…solo poseo el terreno que piso. Mañana se reanudará  el ataque a Córdoba y tengo muy pocas posibilidades de éxito, pero estoy resuelto a luchar hasta morir.”

Es evidente que Perón confiaba en sus generales, pero éstos -diría tiempo después desde el exilio-, “Convirtieron un instrumento de pacificación en acta de capitulación. Se olvidaron que los poderes constituídos existían en  plenitud de vigencia, y que en ningún caso podían ser destinatarios de una renuncia cuya aceptación, en todo caso, no les competía ni aceptar ni juzgar…”

La junta de generales le dio el carácter de renuncia; así lo informó a los rebeldes e inmediatamente al Mayor  Renner, ayudante (una suerte de Secretario de un oficial jefe) del General Perón, a quien además, le anuncian que han enviado delegados a parlamentar con el vicealmirante Rojas.

Rumbo al exilio

En la media mañana del día 20, Perón le pidió a su asistente Atilio Renzi que “le preparara dos maletas con ropa” y se dirigió junto a los nombrados y al Mayor Ignacio Cialcetta, a la embajada paraguaya, donde estuvo pocas horas. El embajador paraguayo Juan Chávez, con buen tino, decidió llevarlo, acompañándolo, hasta un buque de guerra, una cañonera, de bandera paraguaya que se encontraba en reparación en el puerto de Buenos Aires. Pasaría allí unos días hasta que, en la primera semana de octubre,  el presidente de Paraguay, General Alfredo Stroenner, le enviaría un hidroavión para que acuatizara en el Río de la Plata y se embarcara a su breve exilio en el Paraguay. El depuesto Presidente ocupaba el camarote del capitán de la nave, compartía las comidas con la tripulación, escribía durante gran parte del día y al atardecer, desde la cubierta del barco contemplaba las luces de una ciudad a la que volvería 17 años después. No se había despedido de su pueblo; y la ausencia sería dolorosamente larga…