Los católicos recuerdan hoy a San Antonio María Claret. Ingresó al seminario de Vich (España) y allí recibió la ordenación sacerdotal. Fue luego nombrado vicepárroco y pronto empezó el pueblo a conocer cuál era la cualidad principal que Dios le había dado: era un predicador impresionante, de una eficacia arrolladora. De todas partes lo llamaban a predicar misiones populares. Viajaba siempre a pie y sin dinero. Durante 15 años predicó incansablemente por el norte de España y difícilmente otro predicador del siglo pasado logró obtener triunfos tan grandes como los del padre Claret. En su vida predicó más de 10.000 sermones. Lo que hizo San Juan Bosco en Italia en ese tiempo a favor de las buenas lecturas, él lo hizo en España. Se dio cuenta de que una buena lectura puede hacer mayor bien que un sermón y se propuso emplear todo el dinero que conseguía en difundir buenos libros. Mandaba imprimir y regalaba hojas religiosas, por centenares de miles. Ayudó a fundar la librería religiosa de Barcelona y fue el que más difundió los libros de esa librería. Él mismo redactó más de 200 libros y folletos sencillos para el pueblo, que tuvieron centenares de ediciones. En todas partes reglaba medallas, rosarios, hojas y libros religiosos. El 18 de febrero de 1851, entró solemnemente en Santiago de Cuba, colocando su actividad pastoral bajo la protección de la Virgen de la Caridad del Cobre, de quien fue entusiasta devoto. Encontró la Archidiócesis aquejada por gravísimos problemas religiosos, morales, sociales y políticos. El 24 de noviembre de 1851, poco después de recorrer su vasta Archidiócesis, escribió al obispo de Vich, Cataluña, una carta en la que retrata ese lamentable cuadro de abandono espiritual y material.
En los seis años y dos meses, que vivió en Cuba, se dedicó infatigablemente a la reforma del clero; a reconstruir el seminario, al que hacía 30 años que no ingresaba un seminarista; a la creación de nuevas parroquias; a fundar cajas de ahorro «para utilidad y morigeración de los pobres»; y a misionar a los fieles de la vasta Archidiócesis, que recorrió íntegramente cuatro veces, siempre a pie o a lomo de mula. En Cuba, administró el sacramento de la confirmación a 300.000 cristianos, correspondientes a un tercio de la población de la isla en ese entonces, y arregló 30.000 matrimonios. Logró formar con los sacerdotes una verdadera familia de hermanos.