Luis B. García
La Historia gira sobre el torbellino de las corrientes y los vientos alisios que soplaron tres carabelas del Viejo Mundo a Nuestra América. Y con ellas todo lo “moderno” que devino y persiste. Desde 1492 se libra en este continente la Primera Guerra Mundial por el dominio del globo. Esta guerra se extiende por todos los océanos, dura medio milenio, involucra a todas las grandes potencias, y culmina hacia el siglo XVIII con una hegemonía de Inglaterra que sólo declinará en 1939. Francia contribuye desde 1778 para que Inglaterra pierda sus colonias en la Costa Atlántica. Desde 1789 ambos imperios están en mortal enfrentamiento por un aparente debate entre monarquía y República, cuya presa real son los mares y los mercados del mundo. En 1806 Francisco de Miranda desembarca y clava la bandera tricolor por primera vez en Venezuela con apoyo de los ingleses. Ese año y el siguiente estos asaltan infructuosamente Buenos Aires y luego planifican una expedición al mando de Wellesley, futuro duque de Wellington, para liberar o subyugar la América Española. En 1808 Napoleón invade España para clausurar los puertos de Portugal, los únicos abiertos en Europa a los británicos. Su hermano José Bonaparte envía agentes con instrucciones para “dar la libertad a la América española” a cambio del “comercio libre con los pueblos de las dos Américas”. Tenemos así dos planes, uno inglés y otro francés, para “liberar” la América española, o más bien para pasarla de uno a otro coloniaje. Lo que suceda en nuestra región decidirá el futuro del planeta. Toda revolución surge de un choque entre imperios que los debilita. Al invadir España para completar el bloqueo continental contra Inglaterra, las tropas napoleónicas obligan a abdicar al Borbón Carlos IV en beneficio de su hijo Fernando VII. En España y América cunden Juntas Defensoras de los Derechos de Fernando VII, quien también vergonzosamente abdica. Los procesos revolucionarios surgen como relámpagos. El derecho a procurar la propia conservación y defensa, a erigir un sistema de gobierno que las garantice, la soberanía del pueblo, son conceptos relumbrantes. Anuncian un reguero de pronunciamientos independentistas que en pocos meses incendia la América española. No cierran el debate: abren otro, todavía inconcluso, entre soberanía popular y despotismo elitista, entre castas, entre imperios y periferias, entre clases sociales. Nuestros recursos naturales siguen siendo botín que nos prometen abrir a los “mercados del mundo”. A precio vil.