Arturo Brooks
La revuelta de lo incluidos. Así llamó el sociólogo Marco Revelli a los electores de la derecha en Europa y Estados Unidos porque, en su estudio de las clases sociales que se rebelan contra la inclusión de los pobres, las mujeres, los pueblos originarios y los inmigrantes, encontró que no es que pierdan algo material ante ellos, sino que sienten que su estatus de superioridad simbólica se ve reducido. “Hacer América grande nuevo”, del trumpismo, o “Dios, armas y familia”, de los seguidores de Bolsonaro en Brasil, apelan a un momento en que la vida era inmejorable: la posguerra norteamericana, con Europa y Japón destruidos, o la dictadura militar brasileña, sin opositores de izquierda.
Con nuevos argumentos, pero en la misma línea del odio de los incluidos contra los excluidos, Marine Le Pen en Francia, Demócratas de Suecia o Alernativa para Alemania, “defienden” a las mujeres contra la violencia a partir de responsabilizar de ésta a los musulmanes, una cultura que es “un peligro para la seguridad de las mujeres”. El Partido de la Libertad en Austria o Vox en España deslindan sus posturas antiaborto del tema religioso y lo llevan a la supuesta guerra cultural entre el liberal Occidente y el teocrático Medio Oriente: hay que parir niños “genuinamente” austriacos o españoles para no sucumbir ante el número de hijos de los inmigrantes, educados en la violación sexual y las mañas autoritarias de sus estados teocráticos. En el fondo, lo que defienden es un pasado de géneros tradicionales, donde las mujeres eran el sustento del estatus de superioridad étnica y cultural de los blancos europeos, con “ADN democrático” y liberales por nacimiento.
Mercado Libre (de votantes)
Otro italiano, Marco D’Eramo, ha explorado también esta revuelta por la pérdida del estatus de superioridad étnica, de género, de clase o de títulos académicos, en lo que realmente significa utilizar la palabra populismo para referirse a los plebeyos excluidos de la esfera pública. Con mucho tino, argumenta que quien usa ese término despectivo se autodefine por su distancia del pueblo, por su opción política contra la legitimidad de la soberanía popular y a favor de una supuesta legitimidad de los expertos, y siempre insistiendo en que no hay que dividir porque, en lo más profundo de sus convicciones, la política les repele.
Siguiendo a un tercer italiano, Enzo Traverso, esta idea de que la conexión de un dirigente o movimiento con lo popular ya lo define como fascista borra de un plumazo la característica de todo fascismo histórico: que fue una alianza entre la élite empresarial y los partidos nazis en Europa.
Su conexión con las masas era una estética, pero su verdadero vínculo era con quienes produjeron los insumos de la guerra, la tecnología de las masacres y el Holocausto, los despojos de tierras y propiedades, y las transferencias financieras. Ese mismo olvido resultó muy oportuno para los neoliberales que divulgaron, desapareciendo la historia, que socialismo y fascismo eran lo mismo y que sólo existía el reino normativo –la democracia es sólo la nuestra– del mercado de votantes, esos sujetos que racionalizan sus cálculos y sufragan por lo que conviene a sus intereses personales. No hay emoción, ni arraigo republicano ni sensación de estar participando de un hecho histórico. Al contrario, hay que regresar a un punto en la posguerra del siglo XX para sentirse superiores, otra vez. Hay que fantasear con una era de consenso, de armonía, donde no existía polarización porque sólo se expresaba un polo: el hombre (blanco) de clase media llegando a una casa donde la cena ya está lista. Las coordenadas de “son pobres porque quieren”, se han movido apenas un ápice, es decir, se ha enunciado como probablemente falsa, pero ya la derecha se siente amenazada.
El “Mundo Libre” del pensamiento de derecha es una construcción de identidad a partir de ser superior a lo otro: pobre, mujer, gay, extranjero. Es la exclusión y el privilegio lo que constituye su identidad. Por eso surge ahora ese discurso de la polarización: la derecha se da cuenta de que su privilegio es sólo la exclusión de los más y que esa, y no otra, es su única identidad. Cuando estuvo silenciado el segundo polo, el país era “una armonía”. Pero en cuanto se escucha la otra voz, entonces todo se está destruyendo, vivimos una dictadura. El discurso de la polarización es el del miedo ante la aparición de lo otro, que me conmina a afianzarme en una identidad que sólo consiste en no ser.